Fin de semana

El fin de semana se inició con el abuelo en casa revoleando el bastón con una destreza digna del Circo Imperial de la China. Cerca del mediodía se sumó otra visita. Mi amigo el Lobo desembarcó de Amsterdam con cinco kilos de hasch encima. Mientras hacía las presentaciones temí lo peor.
Pero me equivoqué. Mate de por medio, el Lobo y el abuelo, se pasaron la tarde en infinitas historias de regimientos y fundaciones. De ingleses perdidos en el monte desenterrando meteoritos. De coroneles que, sin saberlo, sostuvieron programas pergreñados por la subversión. De anarquistas, unitarios y peronistas tragándose uno a uno sus emblemas. De visionarios tragándose los lentes.
Ya al atardecer el abuelo partió con paso de murga, revoleando su bastón. Entonces el Lobo desembarcó por completo sobre el primer tema de la velada: El mal. El mal nace de la tristeza, afirmó categórico. No, no, no. El mal nace de la estupidez, retruqué yo, tan apresurada y estúpida, como siempre.
Recién a la madrugada, entre unos sueños obtusos e inquietos, entendí que un mal nacido de la tristeza es infinitamente más sutil, más húmedo y oscuro, más macerado. Es un mal infinitamente más interesante.

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