Levantó la nariz hacia la bóveda negra que lo cubría, como un animal que olfatea un peligro, o como Borges divagando en el dialecto desdeñoso de Palermo Viejo. Había sentido un ruido muy cerca. Era algo alarmante, pero no podía indentificarlo. Manoteó sobre la mesa volteando objetos hasta que dio con la linterna. La encendió.

Lanzó el pequeño circulo de luz a la captura del sonido. Se sobrasaltó otra vez. Había algo ahí, no cabía duda. Pero el haz de luz no podía alcanzarlo por más rápido que se moviera. Al fin apagó la linterna y volvió a olfatear las alturas, sentado en la silla, en medio del departamento oscuro.

Esperó nervioso. Desde que se cortó la electricidad supo que la peor de sus pesadillas, la que lo acechaba desde siempre, iba a realizarse esta vez. No tenía la más remota idea de qué sucedía en su pesadilla. Pero había cierto alivio en saber, al fin, cuándo sucedería.

Se estrujó las manos. Creyó detectar una respiración que acompañaba al sonido, pero quizás fuera una alucinación. El agotamiento fue venciendo poco a poco sus nervios. Cuando amaneció temblaba de modo incontrolable.

El sol iluminó todos los rincones y nada había sucedido. Pero él siguió sentado en la silla, con la nariz erguida, esperando. El pánico estaba lejos de aplacarse. No podía sacarse de la cabeza la idea de que su peor pesadilla efectivamente se hubiera realizado esa noche.

Inescapable


Su madre cocinó para él, devotamente, año tras año. Para él el puré más sencillo llevaba torres de roquefort, las pastas se rellenaban a mano con seso y almendras, los frutos de mar se derramaban de las ollas. Todos los días lo esperaban grandes tortas de frutillas con crema.
Al fin se independizó.

Su mujer lo amó devotamente año tras año. Hizo todo para complacerlo. Estudió los secretos de las geishas. Se disfrazó de esclava y de dominatriz. Lo esperó con cuatro grandiosas prostitutas de rodillas en la cama.
Al fin notó que la celulitis la cubría y se retiró discretamente.

Sin embargo, cuando su hijo de catorce años fue nominado para la Academia de Ciencias, ya no lo soportó. Simplemente le pulverizó el cráneo a martillazos.

Los muchachos de Devoto le dieron palo pa' que tenga, con mucha dedicación, año tras año. Cada tanto se lo veía sonreír con la cara deformada.

Se acuerda del Kursk, coleando en el fondo del mar de Barents?


Este verano ha sido demoledor. Gracias a dios ya se termina. El problema es que ahora no sé bien qué carajo es lo que empieza.

A) Un saldo desolador: el veranito me dejó una alarmante sensación de estar olvidando algo importante. Cada día, cada minuto, me perturba la falta del condimento principal: tropezarme y caer de boca. ¡Dios mío! ¿en qué infame ser erecto podría convertirme?

B) Un saldo prometedor: me dejó también una docena de sueños culposos. Me despierto, alrededor de las cinco de la mañana, sabiendo que soy culpable. Sé que seré descubierta y sé que va a ser feo. Pero ya está hecho, no tiene arreglo. Entonces me tomo un whisky en la oscuridad, escuchando Erik Satie, y espero el amanecer con la plácida serenidad de lo inevitable.

C) El saldo dilapilador: el segundo número de nuestro fanzine freak, bizarro e inútil, la última "Gentileza del Kursk", está en prensa, señoras y señores. La distribución es orgullosamente gratuita (jamás le pagaremos a nadie para que lo lea). En Buenos Aires, además, es bastante caprichosa, por lo que agradecemos sugerencias sobre puntos de distribución.

El buen psicópata teje en la mecedora.


La tía Mildred se estaba sintiendo mal ultimamente así que cuando la invité a mi cumpleaños le dije: si tiene ganas va, sino yo la visito.
Pero esa noche mi abuela se encaprichó con que la cena no empezaba sin la tía Mildred. Le expliqué. Pero ella seguía encaprichada:
- ¿Acaso se va a sentir mejor en su casa? No, no y no. ¡No se cena sin la tía Mildred!
La llevé aparte y le respondí con voz suave:
- Este es mi cumpleaños y esta es mi casa. Mildred ni siquiera es pariente tuya. Así que no te metas. No te corresponde... ¡Y que ni se te ocurra llamarla para presionarla!

Cuarenta minutos después la tía Mildred entró por la puerta, despeinada y corriendo. Se deshizo en disculpas:
- ¡Ay, hija! ¡Mirá la hora qué es! Es que ya estaba en la cama cuando tu abuela llamó...
Miré a la abuela con asombro.
Vi una luz extraña fosforesciendo en sus ojos de nonagenaria. Se acercó y me susurró al oído:
- ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿A ver? ¿Vas a echar a tu abuelita anciana de tu cumpleaños?
Tenía una sonrisa aterradora.






Las hienas tienen un sentido del humor exquisito.

No se ríen a cualquier hora ni de cualquier cosa.

Sólo ríen cuando matan.
Jijiji...


Hoy sentí unas ratas que me caminaban por el estómago, del lado de adentro claro, juntando hambre antes de empezar la fiesta.

En ese momento me di cuenta de que llevo semanas esforzándome por hacer algo bien. Como tratando de cuidar las cosas, de devolver las gentilezas, y todo eso. Ando, vamos a decirlo de una vez, como un perro agradecido por los doguis.

Entonces me esfuerzo por omitir las crueldades innecesarias, las sentencias innecesarias, las chicanas, los ataques de cinismo, la provocación, y todas esas manías innecesarias que tengo.

Pero hoy las ratas me advirtieron. Si vamos a suprimir lo innecesario, ellas están preparadas para ocuparse de mi. Ni hilachas de tendones sobre los huesos van a dejar.

Cuando alguien dice que el fin de semana fue brutal, por lo general se evoca un tostado resplandeciente, lentes de sol y chicle de mentol en la boca que dice: "¡Ay, no sabés que fin de semana brutal!"

A mi no toca nunca. Cuando un fin de semana se pone brutal conmigo, se lo toma muy al pie de la letra. Me atropella, me veja y me enajena. Hace alarde de brutalidad.

El lunes me tira de un auto en movimiento, a la entrada de un hospital.

Clásica reunión de señoritas de internado. Polleritas tableadas, mucho rubor. Afirmación de rutina, absolutamente unánime: ¡El tamaño sí que importa!

Me sumé al coro, por supuesto, con bastante convicción. Nada que acepte los adjetivos "chiquitito y juguetón" merece respeto.

Después volví alegremente a casa, sin sospechar nada.

Encontré al espíritu científico acechando detrás de la puerta. Me acosó. Me forzó a llamar, por orden alfabético, a todas mis amigas.

Me hizo nombrar tres de sus viejos novios. A continuación tenía que formularles dos preguntas: a°) De cuál tiene mejor recuerdo en la cama. b°) Cuál la tiene más grande.

Cuando agotamos la agenda dejó de hostigarme, satisfecho. Al menos por hoy. Entonces me quedé sola frente a la evidencia, tan clara como escalofriante:

El espíritu científico tiene algo en mi contra. Está decidido a arruinarme. Tengo miedo.

Creo haber hecho suficientes demostraciones públicas de que mi cerebro se está disolviendo. El proceso a veces resulta simpático. Pero a veces no.




Ayer llamó mi abuela, de 85 años. Se me quejó de que Figueroa no le presta atención.
- ¿Y quién es Figueroa? -pregunté.
- Mi cardiológo. El rubio. El mismo que vos conocés...
- Yo no conozco a tu cardiólogo. ¿Porqué lo voy a conocer?
- Claro que sí, nena. Hablaste con él varias veces, cuando me hizo el cateterismo.
- ¿El cateterquéee??? No, vieja... ¿De qué me estás hablando? Te habrá acompañado otra. Yo no ni tengo idea de qué cardiólogo rubio te atiende...
Se hizo un silencio del otro lado de la línea. Después, con cautela, mi abuela preguntó:
- Nena... ¿cómo estás del colesterol vos?


"Yo sé que he hecho muchas cosas feas, padrecito. Pero me voy a arrepentir, lo prometo. Si me perdonás voy a hacer algo para compensar. Voy a pagar mis malas acciones. Puedo juntar ropa usada para los pobres, o algo así..."

" Porque yo he hecho cosas feas, padrecito, pero no soy malo. Si dios ve en mi corazón, sabe que no soy malo. Por lo menos nunca maté a nadie. Bueno, por lo menos, Dios sabe que siempre apunté a las piernas..."

"A lo mejor erré. No sé. Es verdad. A lo mejor erré algunas veces... Pero ya me inscribí en la escuela, padrecito. Quiero enmendarme. Las cosas feas que hice no fueron a propósito. Dios sabe bien que yo apuntaba a las piernas. Por lo menos mientras estaba sobrio..."