La frase del año

Estoy agradecida. La vida reserva para mi las más raras alegrías.

Justo para cerrar el año, me hice acreedora de la mejor frase de la historia de la galaxia. Apoteótica.

"Vos debés ser la única mina en el mundo capaz de conseguir que a un tipo se le baje la pija mientras la tiene en la boca"

Si estuve ausente fue a causa del espiritu navideño que cayó sobre mi.
Con paso torpe me arrastró de madrugada, bajo la lluvia, hasta el terraplén desierto de las vías. Me intimidó un poco escuchar su respiración asmática en la oscuridad. El espíritu exalaba el humo de su cigarro en grandes bocanadas bajo la barba. Al fin se detuvo y me señaló un rincón.
Quizás presenció una violación allí mismo, me dijo. La chica gemía boca abajo mientras el tipo se la cogía por atrás. El se quedó quieto, mesándose la barba, observando y dudando. No se atrevió a hacer ruido. Finalmente el espíritu navideño retrocedió sigiloso por donde había venido.
Hizo un segundo de silencio, el suficiente para sentarse en el suelo bajo la llovizna y encender un nuevo cigarro. Me senté a su lado.
Entonces me habló de la vez que atropelló un perrito con el trineo. Lo reventó. Las tripas saltaron para todos lados, pero quedó vivo. Me describió con detalle la mirada de desconcierto que le dirigió el perro. No entendía nada.
Suspiré bajo la lluvia. Se escuchó el ruido de un auto a lo lejos. Por un instante sospeché que quizás el espiritu navideño se dirigiera a mi por alguna razón. Quizás su relato tuviera una finalidad. Quizás quisiera algo de mí.
La cabeza me pesó tanto que intenté apoyarla en su hombro, pero el espíritu se levantó de un salto, clamando:
- Jo, jo, jo... ¡Feliz Navidad!

La madrugada del sábado estaba fresca. En un primer piso de Parque Patricios el baile se africanizaba. Yo no bailo candombe, pero me divertía.
Me recosté en la barra. Pedi más pochoclos y cerveza. Del otro lado de la barra distinguí una cara, una cara... Era el Juancho.
Lo miré extrañada. Parecía un anciano. Hace unos diez años ese tipo era un muchacho. Y por razones que no confesaré, estuvo alojado en mi casa durante algunos meses.
Me vio mirarlo y me sonrió. No había ningún reconocimiento en su mirada. Lo saludé sintiéndome rara. Levantó las cejas, achicó los ojos, y buscó a su alrededor al destinatario del saludo. Prendí un cigarrillo y suspiré.
Le di la espalda al bar y me acodé en la ventana. El aire de las cuatro de la madrugada se filtraba fresco y saludable. La gente que bailaba candombe parecía cubierta de brillantina.
A través del vidrio vi como se erguía, muy cerca en el cielo nocturno, la cárcel de Caseros.
Desde que empezaron los preparativos para demolerla, las paredes están llenas de agujeros. La cárcel vacía parece un queso.

Terroristas

Extraños fenómenos de la lingüistica masculina.
Primero, se presisan cuarenta torturadores para moverlos a hablar de algo que les incumba personalmente.
Apenas arrancada una confesión, los cuarenta torturadores deben suicidarse de inmediato. Ningún oído puede resistirlo.

Procedo solo con un ejemplo:

Luego del cuarto rechazo, el sujeto protesta enérgicamente:
- ¡Vos no me entendés! ¡A mi no me interesa tener sexo con vos! Yo te hablo de formar una familia...


AAAAAAAAAAHHHHHHHHH!!!

Messenger of God



Alecito anda declarando que Dios le habló en el msn. Según dice, le dirigió palabras de aliento. Preocupada por su salud mental lo comenté con Carlitos. Quedé perpleja ante su respuesta. Me confesó que también a él le habló. Le hizo advertencias en el msn: cuidado con lo que hacés, te estoy vigilando...

La risa que había iniciado se me atragantó. Los mensajes de Dios sonaban demasiado congruentes para ser chistosos. Parecían conocer el lugar que le corresponde a cada alma en el mundo. Palabras de aliento para el optimista perdido. Admoniciones para el gran pecador. Sí, pensé con un escalofrío, demasiado congruente.

Por un rato me sentí abandonada, ignorada por un creador que manifiesta su plan para todos menos para mi. Pero entonces una sospecha fulminante cruzó mi cerebrito. El otro día apareció un desconocido en mi msn y me habló. Yo, por supuesto, suprimí el contacto.

No quiero sacar conclusiones apresuradas, pero en el mensaje decía: Chupame la verga.


Volví tarde. Revisé el dormitorio tratando de descubrir algún rastro de lo que hubiera podido pasar en mi ausencia. Después me acerqué a la cama. No estaba segura de querer ver lo que había ahí, pero no quedaba más remedio. Prendí la lámpara de la mesa de luz, me calcé los guantes de látex y tomé aire.
Levanté la mano que pendía fuera del colchón. Revisé el brazo. No sabía qué signos buscaba, pero los reconocería cuando los viera. Inspeccioné el cuerpo al centímetro, manipulándolo con cuidado. Darlo vuelta me costó una enormidad.
Descubrí una mancha morada debajo de la clavícula y tuve que respirar. Podía descomponerme en cualquier momento. Acerqué la lámpara y la observé. Un hematoma pequeño, 1x2 cm. Maldije en todos los idiomas. Tiré los guantes y corrí a meterme en la ducha.
Ya juré cien veces no volver a hacer esto, pero no puedo evitarlo. Me va a volver a pasar, así que quiero estar preparada. Tengo que estudiar en serio algunas técnicas forenses.
Me dejaré el cuerpo abandonado por ahí la noche entera. Le podrá pasar cualquier cosa. Algún día no lo voy a encontrar. Pero por lo menos quiero saber qué carajo me pasó en mi ausencia.


Alguien me habló de la Revolución Francesa. Me explicó que el furor de guillotinar aristócratas no terminaba de saciarse nunca a causa de la aristocrática manía de morir haciendo gala de la más exquisita indiferencia, casi con desdén. Eso, claro, irritaba a las muchedumbres.

Escuchándolo me percaté de que hasta la muerte necesita ensayo. Así que me decidí practicar una muerte gloriosa. Lo que es a mí me van a tener que arrastrar entre quince, a los gritos y patadas, hasta la horca menos aristocrática que se pueda conseguir.

El único problema es que me terminé enviciando con el ensayo. Ya no me limito a patalear contra lo que me acerca al patíbulo. Ahora, además, cada mañana me pongo a exigir a grito pelado que se cumpla mi última voluntad.

Cada mañana quiero un cigarrillo. Quiero una larga e íntima confesión. Y exijo, con chillidos agudos, el perdón de dios.

Manual de Farmacología


El Forced Swim Test es una técnica de laboratorio, muy simple, que se usa para el screening de antidepresivos. Consiste en un tubo de acrílico, como el que se muestra en la figura, lleno de agua hasta la mitad. Allí se lanza una rata.

Al principio el animal se desespera arañando las paredes del tubo (ver struggling en la última tabla). Finalmente, la mayoría de las ratas se quedan inmóviles. Flotan con la respiración reducida al mínimo, los ojos cerrados y apenas los bigotes fuera del agua.

Cualquier molécula, natural o de diseño que caiga en manos de un farmacólogo será probada en este test. Si, tras su inyección intraperitoneal, la rata aumenta el tiempo de lucha desesperada arañando el acrílico, habrán descubierto un nuevo antidepresivo.

Ah, eso sí: la rata en lucha morirá ahogada en pocos minutos.
La que flota, en cambio, puede sobrevivir hasta la próxima glaciación








Las palabas son cucarachas.
Saltan de la boca y caen al suelo con un ruido como de papel.
Me desespero por pisotearlas. Pero no hay caso. Es tarde.


Sábado por la tarde:
Una llamada telefónica me inoculó en el lóbulo de la oreja un veneno lento y angustioso.

Sábado por la noche: Demasiada gente en casa. Demasiados platos en la mesa. Incluso demasiada paciencia para conmigo, que me quedé mirando la copa de vino en un estado tan, pero tan carente.

Sábado por la madrugada: Capítulo 2 de "La balada del Verdugo". El tío Lee hace que Nicole lo toque en la oscuridad. La pequeña ni siquiera sabe a ciencia cierta lo que está tocando. No sé qué mierda significa eso. No significa nada de nada, en realidad. Sin embargo el aire parece aceite. Y yo no quiero respirar aceite.

Me parece que voy a gritar.


Hay cosas de cuando era chica que no recuerdo como yo, sino como si fuera otra. Por ejemplo, veo a una niña rumiando el enigma de los bebés. ¿De dónde vienen?, ¿cómo se hacen?, ¿por dónde nacen? Sé lo que está pensando porque soy yo, pero la veo ahí, como si la estuviera espiando.

Ella pasa el dedo por el lomo de un libro y mira culpable hacia la puerta. Allí está la respuesta a todos los misterios: el libro de Obstetricia. Toma coraje y se roba el mamotreto de 4.000 paginas cosidas. Huye y se esconde como si llevara la fruta prohiba, las reliquias de San Anselmo o las obras completas del Marques de Sade. Abre la tapa del misterioso universo de los bebés.

El libro ilustra sus secretos con fotos en blanco y negro. Primeros planos de episiotomías. Placentas chorreantes. Cordones de carne resbalosa. Detalles de instrumental quirúrgico. Agujas curvas de sutura rebalando entre los guantes y la piel. Pinzas dentadas. Y pequeños cráneos peludos, estirados por los fórceps como si fueran chicle.

No tengo un mango partido por la mitad y me duele la cabeza. Ni ganas de tomarme una aspirina tengo.

Ayer estuve repasando los últimos meses de este blog: salvando un par de suspiros, una porquería.

Ah, pero eso sí, tengo una cantidad de feas sospechas haciendo cola para el baile de graduación. Esto no va a mejorar.

Marcha del orgullo


Sábado por la tarde. Cielo cubierto. Un querido amigo y su novio me arrastraron a la marcha del orgullo gay en Buenos Aires. Creo que estoy desactualizada: el orgullo GLTTBI.

Unas margaritas de papel, muy desprolijas, adornaban los camiones sobre los que bailaban los orgullosos. Lesbianas orgullosas de sus panzas rollizas. Travestis morochones orgullosos de sus tetas o sus novios. Franeleos orgullosos. Orgullosas fantasias de monjas con látigos. Había algo fabuloso en eso. Algo poderoso.

Alrededor, claro, la muchedumbre de gays y lesbianas que creen en la felicidad straight, disfrazados de gente normal. Tradicionalistas, monogámicos, que quieren casarse, heredar y tener hijos. Quieren volver y descansar, al fin, en la vieja rutina familiar.

Entre los jacarandá florecidos todo tenía el aspecto cansado de la fiesta de pueblo. Algunos tocados empezaban a caerse. Los tacos talle 43 se rompían con facilidad. La Mujer Maravilla estrenaba una tanga que revelaba una afeitada de dos días entre las piernas. Cada tanto caían unas gotas del cielo.

En el escenario hubo dos notas impagables: 1°) Un número de guachos maricas bailando el escondido: uyuyuyyy... 2°) Una pregunta estupenda: "¿Porqué el estado subsidia a la iglesia que nos ofende y nos insulta?" Sí, sí. Había algo poderoso en ese aquelarre desteñido.

Yo no creo en el orgullo. Sin embargo me quedé con la temperatura perfecta que flotaba sobre Avenida de Mayo. La lata de cerveza. El cielo que amenazaba tormentas. Y los viejos putos vestidos de novia que arrastraban sus largas colas de tul frente al tráfico detenido en la 9 de julio.

"Quite an experience to live in fear, isn’t it?
That’s what it is to be a slave"












Lo dice Roy, el replicante de Blade Runner, antes de morir. Pero podría haberlo dicho Mirna, una paranoica de carácter que tuve la breve fortuna de conocer.
Soy testigo: ella hizo todo lo humana e inhumanamente posible para librarse de las fuerzas malignas que le enajenaban el alma y el cuerpo. Llegó hasta la locura en su resistencia. Se hizo enormes cortes para ahuyentarlas de su cuerpo. Pasó cinco horas diarias en el gimnasio, a toda máquina, tratando de no pensar ni sentir. Hasta planeó secuestrar a un psiquiatra para obligarlo a liberarla. Nada funcionó.
Yo hubiera querido suplicarle que parara de una vez esa guerra. Que se dejara vencer, que se dejara hacer. Pero ella no era así. Era exigente. Un caballo que no se deja domar. Quería que eso la soltara ya mismo, y nada más.
Este último martes Mirna se plantó en el medio de las vías. Estoy segura de que lo planeó con cuidado. Imagino que miró al tren de frente y esperó el golpe con firmeza, sin mover un músculo.
Mis respetos, sombrero en mano, querida Mirna. El miedo te va a extrañar más que yo.

Paranoia

Borderline sigue buceando en las formas más frenéticas de la paranoia. Ahora le dió por Philip K Dick.
Pero ellos no son los únicos que están siendo observados por una naturaleza fría y venenosa. No, no, qué esperanza.
He aquí un modesto y delicioso aporte campestre de Simón Díaz:















"La luna me está mirando, yo no sé lo que me ve
Yo tengo la ropa limpia, ayer tarde la lavé

Ayer tarde la lavé."

Morbo


Lista de los más íntimos, los más fieles, inseparables a los que jamás nadie invitó a una boda:

La sangre
lo monstruoso
la muerte.
La descomposición de los cuerpos.
El dolor.
La locura y la crueldad.

Son de la casa. Sin embargo hay que mantenerlos fuera de las fiestas porque producen una fascinación enferma. Una especie de fiebre que corroe y deteriora. Algo que el Señor de la Mancha ha denominado aquí mismo –con corrección etimológica-: “morbo”.

Pero ojo, doctor, ojo con subestimar una enfermedad. Ojo con curarse del todo, que a lo mejor no hay otro motor para mover tanta montaña ni otro interés que nos diferencie de un mandril. Después de todo, se trata de rodar y rodar alrededor de lo incomprensible sin poder soltarlo. ¿Qué más se puede hacer que perseguir esas íntimas verdades que nos corroen desde adentro?

La Verdad tiene formas, tipos, definiciones variadas. Puede ser revelada o demostrada; mística, empírica o matemática. Pero hay algo que no cambia. La verdad siempre tiene un agujero. ¿Y qué quedará de nosotros el día que no seamos capaces de lanzarnos de cabeza al agujero?

Educativas II


Mientras su padre hablaba en la recepción del Sanatorio San Gabriel, el chico se quedó observando a través de la segunda puerta. Un hombre caminaba curiosamente torcido en el jardín interior. Parecía tener una bisagra en la columna. El sujeto lo vio y se le acercó a una velocidad increíble para su condición. Exhibía una sonrisa desdentada como un trofeo. Se detuvo a dos centímetros de su rostro y chilló:
- ¡Puto!
El chico se tambaleó golpeado por el chorro de saliva. Su padre lo tomó del brazo y lo arrastró por el pasillo hacia otro ala del edificio. Allí ingresaron a un jardín diferente. Un lugar verdaderamente demencial. Un jardín de infantes deformes.
El chico caminó anonadado, siguiendo a su padre a través de la galería de monstruosidades que jugueteaban bajo los árboles, en sus sillas de ruedas, con sus lenguas colgantes. Llegaron hasta el banco donde estaban sus tíos. Entre ambos sostenían una cabeza bamboleante que parecía a punto de rodar por el piso.
Se negó a acercarse. No quería ver a esa niña en particular, en brazos de su familia. Para evitarlo fijó la vista en un animalito absurdo, apenas humano, repleto de vello en todo el cuerpo excepto la cabeza, que balanceaba sus rasgos de caballo sobre los pañales mientras mordía un chupete. Al fin bajó los ojos y supo que debía mantenerlos pegados al suelo.
Pero ya era tarde. Había visto demasiado. El Sanatorio San Gabriel le había revelado en dos minutos su futura religión. La diletante fantasía de Dios, expuesta sin misericordia en aquella galería de niños-monstruos, sería su culto. Las imaginaciones más desopilantes, y nada más.

addenda parisina

Vencida la sucia euforia incendiaria, cabe reflexionar sobre los extraños placeres de la noche anterior.
Uno tiene derecho a sus momentos de debilidad, che, al fin y al cabo.
A gozar el raro placer de que se pierdan en el culo su pataflórico mayo francés, ahora, que la imaginación está en el poder y en ninguna otra parte.
Al frígido placer de observar el paraíso de las libertades individuales cocinándose en su propio caldo... Ah.... El mundo libre lleno de gente libre... Libres como psicóticos, libres como criminales. Montañas y montañas de miserables libres.




Oh la la, Paris



El noticiero me produjo una salvaje sensación de satisfacción. Además, unas respetables ganas cargar un bidón de kerosen y salir a quemar autos importados por las calles de Belgrano. Porque sí. Solo por verlos arder, gloriosa e inútilmente. Porque la visión del fuego es suntuosa. ¿O acaso se creen que los gustos suntuosos son solo suyos? ¿O se creen que tienen esos autos porque se los merecen?

Fin de semana.
Visita del padre de mi hija, granjero:
- La liquidamos a Ludmilla. Ahí les traje unos jamones.
- Dáselos a tu hija. Para mí no, que estoy a dieta.
- Jaja... ¿vos también? Yo estoy a lechuguita. Tengo alto el colesterol.
- ¿En serio? ¡Puta que estamos viejos! A mí me dan mal los trigliceridos.
Largo silencio acongojado.
Ruidito de bombilla.
El mate se terminó:
- Y bueno... En unos años nos juntamos a contarnos las operaciones.

el asombro

Algo así como una mano desconocida que se apoya sobre la nuca y calza, calza a la perfección.
Se desconoce si es una caricia, una estrangulación, o simplemente una mano que descanza. Eso no interesa.
La sensación de una mano que calza en la nuca. Eso es extranjerizante. Y nada más.

Educativas I

Los chicos ejercían una ciudadanía sin restricciones. Habían aprendido a sortear las presencias fantasmales de los adultos y completaban su liberación los domingos, cuando la casa de Ignacio quedaba vacía a su merced. Entonces, en terreno liberado, gozaban de total soberanía. Eran dueños de ahogarse en tabaco, tirarse pedos o jugar a la ruleta rusa. Pero todo el asunto se acabó de pronto, un domingo, cuando vieron pasar una enorme rata gris.

Le tiraron piedras para alejarla. La rata cambió de rumbo a tontas y ciegas, y se metió en el pasillo del lavadero resbalando sobre las baldosas blancas. Los chicos la siguieron a la carrera, hasta que la vieron arrinconada al fondo del pasillo. Frenaron patinando frente al animal, cortándole el retorno. Todos quedaron inmóviles, tensos y expectantes.

- ¿Y ahora qué hacemos? –susurró Ignacio.

A la derecha de Wilfredo había una prolija pila de ladrillos remanentes de la construcción. Wilfredo estiró la mano y alcanzó algunos a sus compañeros. Adelantó una pierna con sigilo y lanzó el primer ladrillazo. La rata chilló. Intentó trepar arañando los azulejos. El segundo ladrillazo produjo un ruido sordo al pegar contra el cuerpo blando y peludo. Entonces los chicos gritaron y empezaron a tirar ladrillos como una tribu de salvajes.

Después se detuvieron, sincronizadamente, bajo la resolana de la siesta. De la rata no quedaban más que unos mechones de carne sanguinolenta esparcida entre escombros. Se hizo un largo silencio. Ignacio se aferró el estómago y se dobló en dos. Hizo una arcada. Giró y salió corriendo a toda velocidad.

A la madrugada fue devuelto por la policía. Volvió sucio y silencioso, sin un gramo de ciudadanía en el cuerpo. Un nuevo fantasma en la tierra. Un condenado más.

Los hombres siempre ha sido dulces y gentiles conmigo. Tampoco se puede pretender que inventen la pólvora cada día.
Hace un tiempo, un experto piropeador cordobés me dijo en la calle:
- "¡Mamita, qué ojeras que tenés! ¡Vení que te hago dos pares más!"
Me alegró haberme cruzado con tamaño genio. Pero creo que no terminé de captar la idea hasta este domingo, cuando un vecino, amabilísimo, me dijo:
- "Tiene lindos pies, Doctora..."
Ya no quedan toallones en la casa. Voy a tener que parar de llorar.

reporte en vivo

01/11/05 - 00:30 h.
No hace más de diez minutos me despertó un bombardeo ensordecedor. No estaba soñando. No reencarné en Irak. Esto es la Boca, señoras y señores, y el mundo se cayó fugazmente en pedazos.
Me levanté asustada. Me golpeé la rodilla en la oscuridad. Abrí la puerta del patio y vi mis propias manos teñidas por una luminosidad verde atómica. La ligera euforia de lo anómalo se apoderó de mí. Salí.
No tengo idea de qué celebramos, pero el cielo reventaba de fuegos artificiales.
Mientras, mi hija lloraba desconsolada, prendida de mi pierna como una garrapata.
- No pasa nada, corazón. Es un festejo...
- ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
- No, no te asustes. Mirá qué lindas bengalas...
- ¡No quiero ver! ¡No quiero ver!


Enfermita, en cama.
- Va a hacer esta dieta -dijo mi médico favorito.
- Ay, doctor... –me quejé lánguidamente.
Me hizo un gesto negativo con la lapicera, sin levantar la vista del recetario. Ya me conoce.
Entonces intenté otros métodos: gemir como una colegiala, caer entre las almohadas con la blusa desprendida, etc.
El hombre bufó aflojando el nudo de la corbata. Y no cedió un milímetro.
Al fin, mientras el bíper y el celular lo reclamaban al unísono, llegamos a un acuerdo satisfactorio:
Por cuarenta y ocho horas comeré sólo kanikama y frutillas. Mmm..!
Entonces lo dejé ir, orgulloso como siempre, y convencido de que me salva de mí misma.

Extrañeza


El Pistolero soñó que se zambullía en una laguna cuya superficie estaba cubierta de camalotes. Al hundirse sintió una enorme cantidad de algas y raíces que le acariciaban la piel. El agua estaba caliente. La densidad de vegetales lo retuvo suavemente, como una red.
Quiso volver a la superficie, pero no supo dónde buscarla. La simple gravedad debería indicarle la diferencia entre arriba y abajo, pero no sentía gravedad. Entonces lo vio, flotando inmóvil entre las cabelleras de algas envolventes y cálidas. Era su propio rostro, con la boca abierta, ahogado. Se despertó bruscamente.
En la oscuridad sintió la cama empapada y caliente. Pensó con extrañeza que había traído una parte del sueño consigo. Sospechó que la cama estaría también llena de algas. Pero un Pistolero no puede permitirse el lujo de la extañeza.
Pensó rápido. Líquido caliente sólo conocía uno. Con el rabillo del ojo chequeó la mujer degollada a su lado. Estiró la mano al respaldar de la cama, dónde había dejado colgada la cartuchera. El revólver no estaba.

Glu, glu, glu

El sistema se cayó a profundidades abismales.
Entro al ciber por si hay algun mail urgente. Suena una musiquita escalofriante: "Es que estoy enamorado, y tu amor me hace dañooo..." Yo coreo a los gritos: "¡Y tu voooz me haace dañoooo..!" Pero a nadie le interesa escucharme.
Aquí nada tiene mucho sentido. No hay mate ni cafe ni se pueden apoyar los pies en la silla de al lado.
Por otra parte el silencio del teclado ha revelado su encanto. 'La Jaula' de James y 'Conversaciones en la Catedral' han poblado la semana sin la menor pasión, pero con algo de dignidad.
Saludos desde el Kursk.


Mi abuelito tuvo una muerte infame. Agonizó durante tres meses, con un respirador, hemipléjico, esquelético, llagado. Y allí encontró la oportunidad –la única en su vida, quizas-, de dejar un recuerdo glorioso.
Los Residentes que lo atendían eran una horda de pedantes. Como ya estaba decidido que se moría, discutían sobre fútbol por encima de él y lo manipulaban sobre la cama como si fuera un florero. Y después fustigaban desde sus alturas morales a los familiares que no podían abandonar sus trabajos para cuidarlo durante meses.
La verdad, todos teníamos derecho a estrangularlos. Pero nadie supo hacer nada. Excepto el viejo moribundo.
Una tarde declararon que había entrado en coma. Cuando entramos a la habitación el viejo levantó la rodilla y la mano derecha. Se aferró a la abuela como una garrapata. Entreabrió los ojos -que no enfocaban-, y señaló la radio con el dedo índice. Al otro día el parte médico comunicó otra vez que estaba en coma. Y otra vez, durante la visita, el viejo hizo toda su rutina de mano y rodilla. No podíamos creer la facilidad con que entraba y salía del coma, pero al tercer día lo pescamos.
El viejo estaba como siempre, de la mano de su mujer y rodilla en alto, cuando se oyeron los pasos tras la cortina. Se desplomó en el acto como un saco de papas. No tuvo ninguna reacción durante la media hora que estuvieron manipulandolo como a un pollo deshuesado. Era muy impresionante. Realmente parecía un cadáver. Pero apenas se retiraron los médicos su boca se contrajo alrededor de los tubos, y levantó la rodilla.
El parte del día ratificó el estado de coma. Intentamos discutir, explicar lo que habíamos visto. Nos miraron con lástima: “Sí, a los familiares siempre les parece que reaccionan”, dijeron. Ya comenzábamos a indignarnos, cuando caímos estrepitosamente de la higuera. Entendimos el juego, y empezamos a divertirnos. Durante el último mes de agonía nos reímos hasta las lágrimas con los minusculos desaires del viejo desahuciado.
Después me enteré de que llegamos a ser famosos. En todo el hospital -y luego en otros hospitales-, se habló de la familia que se reunía a reíse a carcajadas alrededor de un viejo en coma.

Caminé por el patio, regando las plantas en la oscuridad, despacio y desequilibrada. Me movía más o menos como cuando cruzaba la pasarela de las vías con tacos de 15 cm. y un par de cervezas en la cabeza. Pero estaba en patas. Y había dejado el mate apoyado en la ventana. El viento caliente me chicoteaba la cara. Escuché a los gusanos que se revolvían atrapados en el barro de los geranios. Entendí de qué estaban hablando.

Cipriano pidió algo sobre la botella de Klein y el deseo... ¡A jorobarse!

No sé un cuerno sobre la bolilla que pretende tomarme, y además no convidó lo que estaba fumando. Sin embargo puedo hacerle una confesión de mi propia colección de botellas.

Es posible que estas cosas queden fuera del rango del cerebro masculino promedio, que pierde irrigación ante la sola mención de la palabra. Pero a mi me desvela el problema de la orgía. Y digo problema, en el sentido algebraico, como si hubiera una ecuación con una incógnita a despejar. Se me presenta siempre después de la medianoche, más o menos así.

Primero aparecen los que andan saltando en pelotas desde arriba de la mesa. Les reconozco mucho mérito, claro está, no cualquiera llega hasta ahí. Pero a esos se los puede contar y su comportamiento es predecible en cualquier combinatoria. ¿Podríamos decir que son números naturales?

Los saludo sacándome el sombrero y me mantengo perfectamente afuera de la escena.

Después aparece la visión que insufló en mi cerebro el profeta Sacarías. En medio de la fiesta orgiástica, un sujeto revuelve la ropa la ropa tirada en el suelo, saca una calculadora científica, y se pone a hacer cuentas. De repente mi interés se despierta: ¿será esa la incógnita?

Ma qué incógnita ni qué ocho cuartos. Todas las ecuaciones van al carajo. No puedo controlar el impulso de caer de rodillas a los pies del tipo que saca cuentas y dedicarmea sacarle el cinto con los dientes.

Habrá captado en mi confesión, Don Cipriano, que de pronto estoy de cabeza dentro de la orgía. Y el asunto no es muy algebraico que digamos. Resulta más bien una vieja y bonita paradoja.


Una vez, por pura casualidad, me tocó presenciar el comienzo de una orgía. Llegué a contemplar algunas escenas triple X y me magrearon como en una visita higiénica en Devoto. Finalmente la cosa venía de revolear bragas y calzoncillos por los aires, estilo rodeo. En ese momento logré escurrirme hacia la calle –y la cosa no era tan fácil, eh, tuve que saltar por una ventana-.

No salí de ahí escandalizada ni indignada. Ni siquiera ruborizada. Me fui pateando latas con un aburrimiento mortal. Y con una idea fija: ¡Qué poca preocupación por la belleza!

Pero me parece que no me estoy expresando suficientemente. Digo qué poca preocupación por la belleza, en el sentido más bruto de la palabra. Por la palabra belleza en boca de una que no sabe por dónde se abren los envases de cosméticos. La belleza del autorretrato sin oreja de Van Gogh.








¿ah...?

¿quién?

¿yooooo?

Qué calor hará sin vos en verano...



Llegó la primavera. Estoy segura de que a las hormonas les importa un comino, pero yo soy tan convencional que cumplo con agitarme levemente. No es fácil, no es nada fácil. Es toda una prueba desde que mi vida sexual se encuentra reducida al absurdo. Pero no me amedrento.

Tengo un colega que, tiempo atrás, sufrió una operación complicada. Aunque disimulamos, todos sabemos lo dejó inhabilitado para el uso de su instrumento. El mes pasado nos encontramos a solas por un momento. Aprovechó la oportunidad para hacerme una amenaza -o quizás una promesa-. Me juró que le bastará con sentarse frente mío, a tres metros de distancia, y contar con un poco de mi atención, para provocarme cinco orgasmos continuados.

Caramba.

Desde entonces, cada vez que hay una reunión importante o algún jefe presente, el inhabilitado se pone de pie y empieza a rondar por la sala con la silla en mano. Arrastra sonoramente las patas justo cuando pasa a mis espaldas. Finalmente toma asiento al frente mio y me observa con una sonrisa discreta.

A eso se reduce todo el asunto. Y vaya jesús a saber porqué, yo lo disfruto de un modo indescriptible.




Uff... Llega octubre y el patio ya apesta a jazmines.
Desde aquí puedo escuchar, bajando de la montaña, los aullidos del Lobo que ha perdido una pata.
A veces suena tan dolorido que me avergüenza de mis estúpidos divertimentos.
Después suspiro resignada...
Después de todo, para ser un discapacitado, mi queridísimo Lobo es un discapacitado bastante incompetente...





Experticia

El paciente estaba provocando situaciones de escándalo bastante dificiles de manejar y de tipificar. Le pedimos a la psiquiatra en jefe -veinticinco años de experiencia- que lo entrevistara. Esperábamos que ella pudiera hacerse una idea de lo que se trataba y, con suerte, acertar un esquema de medicación que nos aliviara -a nosotros, claro-.
Hicimos las presentaciones del caso. La psiquiatra en jefe se encerró en un consultorio con el paciente. Cincuenta minutos después volvió a la sala de profesionales. Se sirvió un café y se sentó a la mesa abstraída en complejas cavilaciones. Nos mantuvimos en respetuoso silencio, hasta que la oímos suspirar. Entonces preguntamos:
- ¿Y? ¿Qué pensás de este paciente?
Los veinticinco años de experiencia psiquiátrica volvieron a suspirar profundamente:
- La verdad -sentenció-: Yo no sé si este chico es, o se hace.

Vejaciones

Después de su entierro abrieron su habitación. Nadie había entrado allí en veintisiete años. Los amigos irrumpieron en banda, acongojados, buscando vaya a saber qué. Qué amigos de mierda. Deberían haber prendido fuego al edificio desde afuera. No se puede abusar así de la tristeza.

Encontraron un lienzo al óleo, pintado décadas atrás por la única mujer que tuvo fugazmente. Ahí estaban también todas y cada una de las putas cartas. Las cartas viejas pesan como montañas de basura. Nunca, jamás se vuelve a tener paz.

Los fisgones quedaron azorados frente a una colección de más de cien paraguas sin estrenar. No sé de qué se sorprendían. Hasta yo he escuchado los pasos de Erik empapado por una lluvia tan finita que penetraba entre las suturas del cráneo. Lo he escuchado, y no era Montmartre.

La habitación estaba llena de papeles tirados por los rincones. Los revisaron uno a uno, sin piedad. Bajo la cómoda encontraron las Vejaciones que él juraba haber perdido. Los amigos profanadores también encontraron, asombrados, una enorme cantidad de polvo y telarañas sobre el piano. Entonces los tarados comprendieron. Hacía años que Erik Satie no usaba el piano para componer.

La casa de mis viejos siempre estuvo poblada por gente deambulando en la oscuridad, semi desnuda, hasta el amanecer. Todos insomnes pero, eso sí, prudentes. Todos preocupados por no desvelar a los otros insomnes. Vaya a saber la cantidad de madrugadas que habremos pasado los Kaiten reunidos en el comedor sin enterarnos.

Una noche mi padre se levantó a las cuatro. Dio una docena de vueltas en círculo por la casa, sigilosamente, como siempre, sin saber qué hacer. Al fin se detuvo en la cocina. Sin encender ninguna luz abrió un bollo de pan y le puso mayonesa, queso y fiambre. Al tacto preparó la sartén, fritó dos huevos y los incluyó en el sánguche.

Después se sentó frente la mesa de la cocina, contemplando la oscuridad y masticando en silencio. Mi mamá lo encontró a las cinco y media en esa posición. Como ya empezaba a clarear lo vio, y se dispuso a preparar unos mates. Mientras ponía la pava en la hornalla se rascó la cabeza con curiosidad:

- Gustavo... ¿por qué está el sarten lleno de detergente?
- ¿Detergente? -se asombró mi papá-: La puta, con razón estaba tan feo ese sánguche...

Las siguientes diez noches hubo un insomne menos deambulando por la casa. Estaba en el baño.

Sin ciclamato


mis deseos no son órdenes,
es una puta calamidad

pero es peor, infamemente peor,
cuando recuerdo que mis deseos nunca, jamás fueron órdenes

y eso ni se acerca a la catástrofe
de que ya hace mucho, mucho tiempo,
mis deseos renunciaron incluso a la aspiración de ser órdenes

Efecto Open Door: Un sueñito


Juan, acodado sobre la mesa, se alisa el pelo. De pronto saca de entre los mechones, justo detras de su oreja derecha, un tornillo oxidado, muy largo. Se peina con el tornillo.
El gesto tiene valor probatorio por sí solo.
Yo suspiro, meneando la cabeza, frente a la conclusión inevitable: Se le volaron las chapas.

Me perdió Luján. Un pueblo de mierda, con una basílica de mierda... y ahí nomás, a la vuelta del río, temblando bajo la luna llena, la grandiosidad derruida del manicomio.

Me fui como la polilla al fuego. Entré al museo de Open Door. Abrí unos libros viejos y, ahí nomás, los encontré. Miles de ojos de loco, algunos desaforados, otros melancólicos, me miraron desde las fotos centenarias.

Pero los reportes a pluma y tintero fueron peores. Describen una ciudad fabulosa, poblada, en su momento de gloria, por tres mil hombres aguerridos. Una especie de Troya resistiendo el asedio de todos los monstruos del infierno. Solo que aquí cada alma libra su batalla en soledad.

Así, por ejemplo, un alma sola enfrenta a las ánimas que la persiguen. Cada vez que la atrapan, le abren el cuerpo con instrumentos punzantes. Lo someten a operaciones de finalidad desconocida.
Otra alma sola enfrenta a las brujas. Ellas se apoderaron de sus pies. Le clavan agujas para que no pueda huir.
Otra alma bebe su vaso de leche con vidrio molido, y sospecha, sospecha, sospecha...
Otra soporta las descargas eléctricas que recibe en la sagre.

Y al fondo, apartada, un alma especialmente grandilocuente, sufre en silencio. Ha sido presidente de la República. Derrotó a Napoleón en Waterloo. La Colonia de Alienados es su propiedad. Son suyas las 240 hectáreas, los pabellones señoriales, las fuentes y la trocha angosta que lo comunica todo. Tiene millones de lingotes de oro enterrados bajo la cocecha de zapallos. También le pertenecen los viveros de orquídeas, rosas y jazmines, cuya producción se envía al dormitorio donde agoniza Evita.


Ese alma, rica y heróica, ya pertenece a la Historia grande. Y sin embargo debe callar. Está acorralada por una banda de estafadores. Pretenden hacerlo pasar por loco y usurpar su herencia. Y como si eso fuera poco, fingen que su magnífica Colonia es un loquero.


A mí, como al Coronel, todo me hace falta. Pero sospecho alguna disfunción en ese asunto.
Por ejemplo, hace poco me hizo falta una partida de nacimiento. La necesitaba para cobrar un dinero extra que, confesémoslo, bastante falta me hubiera hecho.
Llamé urgente a casa. Mi madre, para evitar demoras, le entregó el amarillento papelucho a un viejo amigo de la casa que viajaba. El amigo, llamémosle Job, me llamó en cuanto llegó a Buenos Aires. Pero todavía no sabía dónde se instalaría.
- Quedate tranquilo -dije con dulzura-. Instaláte y después me lo alcanzás...
Volvió a llamar una semana más tarde. Estaba enloquecido con su nuevo trabajo, todavía no había podido encontrar departamento.
- ¿Dónde estás? -pregunté-. Yo lo voy a buscar...
- ¡No, no, no! Esta semana sin falta te lo llevo... y de paso nos vemos...
- Bueno, muy bien... -dije con infinita paciencia.
Diez días después llamó acongojado:
- ¡Qué vida de mierda! ¡Mañana te lo llevo, te lo juro!
- Está bien, está bien, no te pongas así... -reiteré yo, con ardiente paciencia.
Al fin, una semana más tarde, sonó el timbre.
- Disculpame la demora... -se excusó Job.
- No te hagas ningun problema... -respondí yo con amabilidad.
Y ardiendo de paciencia, tomé el papel de sus manos. Serví un cafe y contemplé a Job con afecto mientras rasgaba la partida en pequeños pedazos. Suavemente, trozo tras trozo, fui metiéndomelos en la boca. Mastiqué con calma, sobriamente, hasta tragarme el último milímetro de papel con una cálida sonrisa ardiente.

Capitulación


- Yo la quería, nos llevababamos bien -protestaba Antonio al borde de las lágrimas-: Teníamos una relación normal...
Y el bicho muerto coreaba en mi oído:
- Una relación normal... ¿qué tiene de interesante eso?
- No sé porqué me dejó. Yo pensé que nos íbamos a casar. No es que se lo hubiera propuesto, pero viste, la corriente te lleva. No entiendo qué pasó...
- Ahhhh... ¡un apasionado! ¡todo un aventurero! -se burlaba el bicho de fondo, como le gusta hacer a él cuando está tranquilo.
Antonio siguió:
- Y ahora me convertí en este ser miserable que soy.
- Bueno, la hora de la verdad: ¡el miserable descubrió su miseria! -rió el bicho.
- Soy una largartija. Ayer me lastimé las manos, rompí el pantalón, no me importó nada. Me pasé una hora entera colgado de una rama de un árbol espiándola mientras se depilaba. Masturbándome...
- Glup... -el bicho hizo un silencio intenso.
- He llegado al colmo de la indignidad. Ni siquiera borracho puedo mirarme al espejo. Pero no puedo parar. Acecho el momento en que va a estar con otro... ¡Eso es lo mejor!
- Glup... -el silencio del bicho muerto se sentía como un extraño vacío.
- Ya ni se trata de ella. También he trepado techos para espiar a otras. Me van a hechar del trabajo, ya me avisaron. A veces llego en un estado lamentable. Que hagan lo quieran. Yo he descubierto el cielo y no voy a volver atrás.
- Glup... -el bicho muerto, por primera vez en la historia sonó apabullado-: Caramba, ahora sí que me toca tragarme mis palabras... una por una... Varios tomos me voy a tener que tragar...

"sesenta mil años luz parecen menos lejanos hoy..."

Cptan. K. Janeway
USS Voyager















Toc-toc
Toc-toc
Toc-toc






Y dale con la cantinela...


Dicen de esa mujer que se suicidó porque nadie la quiso. Hmmmm...

Carmela decidió salir el sábado por la noche, después de años de encierro. Nada espectacular. A tomar unas cervezas con compañeras de trabajo. Volvió a las dos de la mañana, contenta. El aire nocturno siempre tiene un efecto liberador.

Lo primero que vio al entrar fue la lucecita intermitente del contestador automático. Se acercó casi con sigilo. No había estado fuera más de cuatro horas. El display indicaba dieciseis mensajes. El identificador en cambio registraba treinta y cuatro llamadas. Todas del mismo origen.

Carmela era una mujer práctica. Salió al balcón y se tiró.

Todos los hombres son mortales. Lástima que nadie lo recuerda a tiempo.

Hubo un error de seguridad. Fuga de información. Y de pronto me encuentro con un simpático comedido preguntándome:
- ¿Porqué perdés el tiempo con ese blog? Seguro que estás llenando algún vacío en tu vida con eso...
Ayyyyy..... Diooooosssss.....
Sin embargo, hice un alarde de socialización y respondí en el estilo Border:
- No sé... En mi vida, la verdad, no hay un vacío: hay un agujero del tamaño del mar muerto...
El sujeto me sonrió con solvencia, y se dispuso recetarme un poco de su sabio sentido común:
- No vas a conseguir nada con eso. ¿Porqué no te enfocás mejor en lo que te falta para tener una vida plena?
No sé porqué razón mi humor en ese momento era espléndido:
- Te voy explicar -dije-. Yo llevo una cuenta muy exacta. En este momento hace ocho días que absolutamente ninguna voz humana se dirige a mí sin incluir un pedido. A veces dulcemente, a modo de propuestas o sugerencias. A veces más descarnadamente: reclamos o exigencias. Pero es igual... ¿Te das cuenta?: ¡Una semana y contando!
El sujeto frunció la nariz, percibiendo que algo no funcionaba, pero todavía dispuesto a guiarme en la vida, empezó a hablar.
- ¿Entendes lo que te expliqué? -lo interrumpí-. ¿Entendiste porqué llevo ese blog?
Se río con una risa vacía, más hueca que una caverna.



- Atroz, atroz, atroz... -dijo él.

Y cada uno de esos atroz sonó
como si me diera vuelta la cara de una cachetada.

- Yo soy atroz, vos sos atroz.. ¡Lo que dijiste fue atroz! -siguió él.

Me lo merezco, sin duda -pensé.
Me he ganado cada una de esas cachetadas- pensé.

Y lo pensé henchida de orgullo.

Silencio.
Mi noviecito de séptimo grado ha muerto.

En fin... Uno se pone taciturno.



Y se empieza a preguntar pelotudeces. Como por ejemplo: ¿ese tipo habrá dejado alguna marca fuera del corazón de su mamá?

Jejé...

Por lo menos, señores, el Carlitos estaba loco como un plumero.

Tenía la boca deformada, secuela de uno de sus ataques de rabia. Llevaba cinco cirugías restitutivas, y todavía faltaban un par.

Fue una vez que se peleó con los padres. Se metió bajo el escritorio y se puso el cable de la lámpara entre los dientes. Mientras lo llamaban desesperados, él, con toda la bronca, sin dudarlo un instante, mordió el cable.

¡Grande, Carlitos!