Retiro



Retiro era un hormiguero. Victor mantenía a Lulú aferrada de la mano. No se podía caminar, era como nadar en un espeso pantano humano. Desde lejos distinguió silueta del abuelo en la puerta del bus. No hizo ni siquiera un gesto de reconocimiento. Sintió una frialdad despiadada que se derramaba en su interior.
Hacía apenas una semana Victor había escuchado por casualidad una conversación entre dos viejas vecinas. Hablaban del abuelo, su querido abuelo. Se arrepentían de no haberlo mandado a la cárcel en su momento. Las mujeres no usaban eufemismos. En su juventud el hombre había involucrado en sus prácticas masturbatorias a cuánto niño había caído a su alcance. Y ellas, madres de familia, habían vendido su silencio.
Durante varios días Victor rumió aquella conversación como si no terminara de comprenderla. No podía decidir si tenía algún significado para él, o si le incumbía de alguna manera. Pero ahora, apenas vio al vejo nonagenario tambaleándose entre la muchedumbre de Retiro, algo violento cristalizó en su espíritu.
El abuelo lo vio y se le iluminó el rostro. Levantó el brazo para saludarlo. Después se agachó para hacerle muecas de payaso a Lulú. Victor la retuvo a su lado con ambas manos. El abuelo empezó a acercarse con entusiasmo. Pero se detuvo. Sus gruesos lentes reflejaron la mirada de Victor.
La sonrisa se le desarticuló en la boca como si hubiera recibido un puñetazo. Después, lentamente, con una resignación infinita, el abuelo dio un paso más. Un solo paso, tembloroso, vacilante, y cayó de boca.
Ni siquiera puso una mano entre su cara y el cemento. Su cabeza golpeó el suelo muy cerca de Victor. El charco de sangre se extendió rápidamente a sus pies, como una ofrenda, o como un desafío.
Alguien gritó y varios intentaron ayudar a viejo tumbado. Llegó el personal de seguridad. Llegaron la tía y la abuela. Victor no había movido un solo músculo.
Cargó a Lulú en brazos y se perdió en la muchedumbre.

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Parasitismo



Hemos sido infectados por una interminable lista de parásitos.
Los sentimientos y la voluntad. El esfuerzo, la esperanza y la comprensión.
El carácter y la energía. La importancia de la comunicación. Etc. etc. etc. etc...
En fin, una guía completa de gusanitos de dios.
Valen mucho menos que el zumbido de las moscas en verano.

Ej. 1-
Hemos sido engañados. El trabajo no dignifica. Y tampoco es salud.
Una cuenta simple demostraría que ninguna peste es capaz de consumir tanta vida humana como el trabajo.
Pero tampoco hay que dramatizar. No todo el mundo tiene una vida por vivir. La inmensa mayoría de nosotros no se atreve a tanto.


Ej. 2-
Hemos sido engañados. Los padres no son hombres responsables de sus actos. Son apenas unos infelices.
Todos ellos han pasado la vida entera soñando con escapar de ahí.
Las sonrisas del álbum familiar son, en el mejor de los casos, falsas.
Puede que sea peor aún.
Es posible que sean las sonrisas idiotas de la incomprensión.


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Aire familiar




Enrique se alejó inquieto por las galerías del convento. Miró el reloj por centésima vez. El concierto se demoraba y él estaba demasiado excitado para ocuparse de los lánguidos violines de sus parientes. En casa lo esperaba algo mucho más interesante.
Desembocó en un patio interno, luminoso y medieval. Un lugar increíble en pleno centro de la ciudad, con una parra, un aljibe y miles de ventanucos. El asombro venció la ansiedad cuando vio a una mujer meciendo su bebé con una túnica blanca.
Ella levantó la vista. Una masa de bucles rubios cayó sobre su espalda. Con lágrimas en los ojos le suplicó que sostuviera al bebé. Enrique la escuchó fascinado, como si se hubiera perdido dentro de un cuadro renacentista.
La mujer le explicó que su marido se había retrasado. Ella debía cantar el primer solo del concierto. Estaba a punto de perder su trabajo. El padre no podía tardar mas de cinco minutos, imploró ofreciéndole el bebé, lista para caer de rodillas a sus pies.
Enrique no tomó conciencia de su situación hasta que se encontró en la puerta de la capilla con el recién nacido en los brazos. Estiró el cuello mientras escuchaba el sonido del clavicordio. Volvió a mirar el reloj. En pocos minutos su cita se convertiría en catástrofe. Mientras saltaba en puntas de pie comprendió que no era posible encontrar un padre desconocido entre ese gentío extático.
Entonces la parsimonia eclesiástica del concierto lo aterrorizó. Podía durar cuatro horas. Salió corriendo a la vereda y miró desamparado a su alrededor. Cuando el bebé comenzó a gemir creyó que moriría ahí mismo.
Con infinito temor abrió la manta que lo envolvía e intentó ponerle el chupete en la boca. Lo sacudió con torpeza. Contempló a la curiosa criatura que pataleaba entre sus brazos. Se preguntó si sería nena o varón.

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Cúbico



Ese día, por la mañana, había decidido divorciarme. Fue un poco violento. Por la tarde me descompuse, me sentía físicamente enferma. Para colmo llegaron unos amigos de visita, como peludos de regalo.
Salí a la calle con la excusa de comprar medialunas. Necesitaba desesperadamente un poco de aire fresco, un minuto de soledad. Pero antes de llegar a la esquina la voz del bicho muerto retumbó en mi cerebro:
- X 508934 -susurró.
- ¿Qué???
- Ese Torino... Todavía anda por la calle con la patente vieja: X 508934... Ahora que lo pienso... ¿Qué cantidad de autos podrá absorber el nuevo sistema?
Suspiré desconsolada.
- A ver... ¿Cuántas letras tiene el alfabeto? -preguntó el bicho muerto enérgicamente. Yo miré al cielo y crucé la calle, segura de que el riesgo de ser atropellada en ese momento era máximo.
- A, b, c, d, e, f, g, h, i, j, k, l, m, n, ñ, o, p, q, r, s, t, u, v, w, x, y, y z... Veintisiete...
Me sentía cada vez peor. Tuve que sentarme en un banco de la plaza. ¿Qué me pasa?, me pregunté: ¿qué carajo pasa con mi cabeza?
- ¡Veintisiete al cubo por mil! –chilló el bicho muerto-: ¿Cuánto da?
- Hoy no puedo con vos... –supliqué.
- ¡27 al cubo x 1000! –insistió ensordecedor-. ¿cuánto?
- No sé. Por dios, no tengo idea...
Me largué a llorar. Un niño se me acercó con curiosidad. La madre lo arrastró hacia las hamacas.
- Calculá –ordenó con firmeza.
- ¿Porqué? –susurré-: ¿Porqué?
- ¿Y porqué no? –me respondió el bicho muerto categóricamente-: ¿Acaso tenés algo más interesante en que pensar? ¿Qué? ¿El interesantísimo culebrón matrimonial?

Irrumpí casi corriendo en el living de mi casa, donde mis amigos esperaban las medialunas. Pedí unas disculpas confusas. Vacié apresuradamente un cajón. Saqué la calculadora.
- ¿Qué estás haciendo? –me preguntaron intrigados. Yo ya no tenía dónde ocultarme. Tampoco tenía mucho que perder, así que confesé:
- Nada... Iba por la calle y me agarró una duda... ¿cuánto es 27 al cubo por 1000?
Hubo una carcajada generalizada. Suspiré profundamente. Otra vez me convertía en la tarada del año, pero al menos me sentía mejor: 19.305.000

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Oigo y obedezco



“Oigo y obedezco...”
es la fórmula con la que, rodilla al suelo, se le responde al Sultán.

Es una fórmula con un aire ligeramente redundante.
Los oídos no tienen párpados. Son dos perforaciones que dejan nuestro cerebro expuesto a la intemperie. Por allí, cualquiera que tenga lengua, puede meternos lo que guste a entera libertad.
No somos libres de no oír, pero a veces, interponiendo estratagemas, nos libramos de obedecer. Aunque hace falta audacia e ingenio.
Esa es la gran desobediencia del astuto Ulises: Oír a las sirenas atado de pies y manos al mástil del navío.
Pero la desobediencia de Scherezada es mucho más radical: Usar la lengua mil y una noches sin parar...
“Oye y obedece...”
es la fórmula con la que, de rodillas en el suelo, se le responde al Sultán.

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Tecnicas especiales



Mi iniciación en la vida laboral fue desconcertante. El puesto me dejaba en la misma posición, sin exagerar, que un licenciado en literatura inglesa en un laboratorio de física cuántica. El segundo día de trabajo me quedé hasta tarde haciendo cuentas en mi box. Mientras terminaba de calcular una curva escuché movimientos en el pasillo. Alguien estaba revolviendo un enorme armario. La voz del Director apremiaba la búsqueda cada tanto.
Me asomé. Elsa estaba de rodillas en el suelo, con la cabeza hundida en el último estante, y el pasillo estaba obstruido con montañas de artefactos polvorientos cuya utilidad y nominación me resultaba absolutamente indeterminable.
- ¿Qué estás buscando? -pregunté. Elsa me guiñó un ojo y murmuró algo que no alcancé a escuchar. Me acerqué más:
- ¿Qué buscás? -pregunté de nuevo.
Mientras desarmaba y vaciaba en el suelo el contenido de otra caja, Elsa contestó en voz baja, con gesto conspirativo:
- No tengo la menor idea...
Junté los dedos de la mano en un gesto de interrogación.
- Vos ayudame a vaciar esto -me dijo con un nuevo guiño.
Vaciamos la mitad del armario. La montaña de artefactos oxidados, material de vidrio, y piezas metálicas irreconocibles crecía de modo alarmante. Pregunté en voz baja:
- ¿Por lo menos sabés de qué color es?
Elsa negó con la cabeza.
- ¿De qué tamaño? ¿para qué sirve?
Elsa siguió sacudiendo la cabeza.
- ¿Cómo se llama?
- No me acuerdo...
Entre las dos bajamos una caja enorme. Cuando la estábamos abriendo el Director se asomó en el extremo del pasillo.
- ¿Y, Elsa? -preguntó-: ¿Apareció?
- No, Doctor. Todavía no.
- Gracias por ayudarla -dijo el viejo dirigiéndose a mi-. Así vamos a terminar más rápido...
Cuando el Director desapareció vi que Elsa, con medio cuerpo adentro de la caja, se retorcía de risa. Yo acaba de comprender la regla de oro de la supervivencia.

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