Mientras me cortaba las uñas un meteorito sin rumbo perforó la atmósfera.
Mojé el pincel en el frasquito de esmalte cuando se prendió fuego y ganó aceleración.
Si tuviera la cabeza fría pensaría que en algún momento, en algún lugar remoto, un cuerpo celeste reventó.
Pero la verdad es que no tengo la cabeza muy fría.
El esamalte resbaló a la perfección sobre la uña cuando el meteoro se estrelló justo sobre mí.

A modo de consuelo, como para alegrar la tarde, me llega una invitación a disertar sobre los orificios de entrada.


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Estaba leyendo unas güevadas moralistas -bastante perversonas-, cuando me percaté de la cantidad de palabras que han caído en desuso en el lenguaje erótico común desde que no nos preocupa el infierno.

Lujuria / Concupiscencia / Voluptuosidad / Complacencia / Lascivia / Delectación / Impudicia / Inflamación / Rozamientos / Venéreo / Carnal / ... Y la lista puede extenderse al infinito si contamos expresiones compuestas.

Como les sucede a los esquimales con la nieve, la cantidad de palabras que se usan revela la cantidad de matices que se pueden percibir. O sea que jamás sabremos de qué nos estamos perdiendo.

El papa Benedicto tiene razón. A lo mejor habría que re-establecer un poco el infierno y arder. Un ratito nomás.


Tengo un enérgico reclamo para hacer, chillando hacia el firmamento, a falta de algo mejor.

Si me van a maltratar, primero: me dicen Marta, y segundo: me mandan al hospital, ¿ok?

Porque, la verdad, ¡qué podrida que estoy del maltrato mediocre!



¿Para qué se emborracha un borracho? Por lo general, para animarse a meterle mano a una mujer.
Y una vez que el borracho se atreve a meter mano, seamos sinceros, cogérsela o cagarla a palos le da lo mismo.

Grandes tipos, los borrachos.


Hay noches que mejor no acostarse.

Anoche leí los últimos capítulos del Guardián entre el Centeno. Salinger explicaba que lo más horrible de vivir en Nueva York es cuando a alguien le da por reírse en la calle durante la madrugada. Las carcajadas retumban en cinco manzanas a la redonda. Es lo más deprimente.

Le creí. Cerré el libro y agucé el oído. La calle estaba vacía, en perfecto silencio. Sin embargo de pronto todas las carcajadas que rebotaban por Nueva York saltaron a meterse en mi cama. Y estaban heladas.

Por dios, qué carcajadas más heladas.





Mucha gente se esfuerza por hacer algo útil con la basura. Algunos hacen casitas de fósforos quemados. Otros hacen hermosos poemas de la soledad más miserable.

Es la infructuosa batalla contra la entropía pero, cada uno a su modo, todos ponen algo de heroísmo en el asunto.

Yo, en cambio, ya me rendí. ¿Que no hay suficientes casitas de fósforos y poemitas abollados en los basureros?