A veces trato de hacerme la chistosa, pero no vale la pena. Por lo general termino causando gracia de puro paspada. Solo por mencionar el día de ayer:

Camino a la carnicería paso por la casa de un amigo. El anfitrión intenta servirme jugo metiendo el dedo en el vaso para acertarle. Se disculpa diciendo:
- No veo un carajo. ¿Podés creer? Es la segunda vez que rompo los lentes cogiendo...
Frunciendo enérgicamente la frente me pongo a carburar qué uso les dará a los lentes este depravado. No se me ocurre nada, lo que me hace sospechar usos todavía más indecentes. Casi me sonrojo mientras pregunto:
- ¿Y para qué mierda usás los lentes para coger?
Mi amigo enfoca sus ojos miopes más o menos en la dirección de mi cara, suspira y explica:
- Los dejo al borde de la cama, Kaiten...
- Ah...

Un par de horas más tarde otro amigo me llama por teléfono:
- Hola, ¿hablo con el conventillo de la Dra. Kaiten?
- Sí, claro. Y usted debe ser la Bruja del 8...
Se hace un silencio concentrado. Después mi amigo se empieza a reir y me indica con paciencia:
- Me parece que estás tratando de referirte a la Bruja del "71". La vecina del Chavo del "8".
- Ah...

Tuve una época oscura. Tenía una profunda preocupación sobre los colectivos llenos. Y siempre viajaba en colectivos repletos.

En esa época vigiliba obsesivamente a los que subían y se acomodaban donde dos segundos antes no cabía una aguja. Observaba cada movimiento. Una pierna empujaba suavemente a la contigua, un hombro cedía contra otro, una ligera inclinación de un tórax daba lugar a una espalda, un brazo que se elevaba sobre una cabeza.

Me asombraba que todo esto sucediera sin el menor conflicto. Montones de desconocidos apretándose entre sí sin ofrecerse resistencia. Eso era el enigma para mí.

También noté que durante el viaje en colectivo la gente parece adormilada. Si prestaran atención a repartir el espacio que le corresponde a cada uno, el micro se convertiría en una batalla sangrienta. Pero no. Eso jamás sucede. Es asombroso como los cuerpos se acomodan solos.


Hay tanto tedio, que ahora resulta que los pueblerinos practican el viejo juego de la olla. Y nos explican por televisión los reglamentos swingers.

Interesante la regla número uno: no enamorarás al cónyugue de tu prójimo. Mandamiento de resonancias bíblicas si los hay. El intercambio consiste en sexo puro, se nos dice.

Se deduce, como mínimo:
a) Que los swingers creen en el amor.
b) Los swingers piensan que el amor y el sexo son cosas separadas.
c) Si hay sexo puro por un lado, pues habrá amor puro por el otro.

¡Románticos! ¡Moralistas! ¡Sesentistas!

Lamentablemente, me dio tanta risa, que no pude escuchar la regla número dos. Otra vez será.


El viejo riega las plantas con la misma amargura desde hace 20 años. Detiene a los vecinos con cualquier excusa, buscando la ocasión de expresar su queja. Ayer le pedí un gajo de geranio y, a cambio, tuve que volver a escuchar la historia.

El viejo trabajó, trabajó y cumplió con su deber, esperando jubilarse para realizar el sueño de su vida: una expedición al Amazonas. Cuando llegó la jubilación tenía 65. Ya estaba listo para viajar. En ese punto la voz se le quiebra y los ojos rodeados por mil pliegues se llenan de lágrimas ácidas de rencor. Señala con la cabeza el interior de la casa:
- No me dejó -susurra mientras estrangula la manguera-: Fue la vieja. Ella no me dejó.

Me fui por la vereda con el geranio en la mano. Cuánto más honorable haber muerto en el Amazonas. O morir con las valijas listas, envenenado por una mujer histérica. Cuánto más honorable, simplemente, quedarse en la vereda diciéndole al mundo: "Soy un hombre capaz de renunciar a todo por no ver llorar a su mujer".



La Tía es una señora de sesenta y tantos, una Señora Profesora. La semana pasada se le subió la presión y la llevaron al médico. Estaba asustada. Contestó al interrogatorio como un prisionero.

El médico averiguó que la Tía vive como una máquina a vapor entre el trabajo, la familia y las amistades. No duerme más de cinco horas porque no tiene tiempo que perder. Es afecta a los Virginia Slim, al peluquero y al gancia. También se excede con los taxis y los chocolates. Cada cena incluye una disputa ritual con el Tío. Y además, como cereza del postre, cada fin de semana la Tía se lanza a una ruinosa juerga de canastas y póker por porotos.

A esta altura de la pesquisa el médico sacudió el tensiómetro y sentenció:
- Vamos a tener que hacer muchos cambios de hábitos, Señora. Con ese modo de vida, usted va a terminar en el cementerio.
La Tía, estupefacta e indignada, le respondió:
- ¿Y usted?! ¿Dónde se cree que va a terminar usted con su "modito" de vida?!

Agradecemos al cielo que no le pegó un carterazo.

Anoche estaba cansada y el mundo me parecía hueco. Terminé de lavarme los dientes y me quedé abstraída, mirándome al espejo sin pensar en nada. De pronto algo anormal pero imperceptible apareció en el espejo. Por un momento no supe qué. Mi rostro estaba ahí, sin expresión. Pero en las pupilas había una desviación infinitesimal.

Fue como un puñetazo comprender que el reflejo de mi mirada ya no me miraba a mí. Miraba algo detrás mío. Giré aterrada. Revisé cada centímetro a mis espaldas. No había nada, por supuesto.

La superficie del espejo estaba sucia. Un par de manchas, sumadas a mi ánimo desértico, podían explicar razonablemente el fenómeno óptico. Sin embargo me costó volver a enfrentar mi reflejo en el espejo. Anoche me miré a los ojos con infinita desconfianza.

Tras un largo pestañeo abro los ojos y veo un luminoso vaso de leche. Me pongo en puntas de pie y apoyo la barbilla en la mesada de mármol. La mano de mi abuela hace girar la cucharita a toda velocidad dentro del vaso. El chocolate se mezcla parsimoniosamente. Cierro los ojos con deleite.

Vuelvo a abrir los ojos, como si acabara de despertarme, frente al remolino de la leche en el vaso. Es otro vaso, claro. Suspiro con nostalgia y vuelvo a girar la cucharita. A mi lado una niña espera hambrienta su chocolatada, pero yo me demoro. Me demoro todo lo que puedo.

Tengo la impresión de que después del próximo pestañeo la leche seguirá girando, pero habrá otra mano revolviendo la cucharita. Yo habré desaparecido sin dejar rastros.

Casi había olvidado al Bicho Muerto cuando reapareció con un interrogatorio fisiológico. Ahora me despierta en mitad de la noche con preguntas del tipo: "¿Dónde están tus membranas?" "¡Los seres vivos mantienen sus órganos alejados del exterior! ¿dónde están tus membranas?"

Y el Bicho Muerto tiene sus razones para molestarme. A mi me pasan cosas raras.

Por ejemplo lo enloquece que tenga vértigo ajeno. Sucede que yo me asomo a las alturas sin preocupación, pero cuando un niño hace lo mismo se me corta la respiración. Un espasmo me contrae hasta el último músculo del cuerpo. Traspirada y contracturada, termino suplicando a la criatura que se apiade de mi.

O por ejemplo el día que me anunciaron una muerte. No lloré. Apenas se pronunciaron las palabras -como si hubieran apretado un botón- las arcadas me lanzaron de cabeza al inodoro. Pasé dos horas vomitando sin la menor pena ni consideración por el muerto.

Y además, algunas veces la belleza llega a hacerme doler el pecho.

Y el Bicho Muerto, maldito espiritu científico, no para de exigir explicaciones: "¿Qué saben tus pulmones de belleza, ah? ¿Qué?". "¿Qué le importa a tu sistema esquelético de un niño ajeno? ¿Qué, qué? ¿Cómo puede ser?". "¿Y qué tiene que ver el duelo con la digestión?" "¡Pero qué desquicio! ¡Por favor!"


La prohibición de fumar en lugares públicos me interesa menos que el sistema reproductivo del ñandú. Pero la basura mental lanzada a la calle por la norma, eso me pareció fabuloso:

1°) Los giles que acaban de descubrir su derecho a respirar aire puro y: ¡Se creen que lo han obtenido! (Diossss...)

2°) Los que creen que la legislatura acaba de salvarlos de una muerte horrible y dolorosa: ¡Feliz navidad! ¡Jojojo!

3°) Los típicos jetones, felices de poder censurar a alguien por cualquier cosa. Se arrepentirán apenas vengan por alguno de sus placeres.

4°) Los católicos medrosos que acaban de confirmar que el cáncer NO está latente en sus cuerpos: ¡Los tumores son el precio del vicio! Y sus propios tumores: ¡causados por la corrupción de sus conciudadanos en esta maldita Gomorra!

5°) Pero, sinceramente, lo más pertubador fue el brillo triunfal que ví en algunos ojos. Un brillo discreto, disimulado, pero triunfal. El de los que no disfrutan de nada y odian ver disfrutar al prójimo.

Sci Fi

Tenía cientos de discos de grabación casera que con los años habían perdido las etiquetas. Finalmente, dos décadas después, me puse a ordenarlos. La única forma era reproducirlos. El audio se conservaba bien, pero los hologramas vibraban y se deformaban como aire caliente. Prestarles atención era una rutina tediosa.

Sonó el teléfono. Salí a encontrarme con el contrabandista de cigarrillos. Después vino Rodríguez a visitarme y me olvidé definitivamente de mi emprendimiento clasificatorio. Rodríguez tenía cosas mucho más interesantes que ofrecer. Cuando me dejó, cerca de medianoche, abrí una lata de cerveza y me senté a fumar un cigarrillo clandestino a solas en la oscuridad.

De pronto reconocí nítidamente la voz de un muerto que me hablaba desde la habitación contigua. Se me detuvo el corazón. La lata de cerveza rodó por el piso como un géiser. Estuve paralizada hasta que recordé el disco que había dejado girando horas antes.

Igual, no me tranquilicé gran cosa. La presencia del muerto del otro lado de la puerta era demasiado real y su voz me llamaba. Caminé despacio hasta allí. Las rodillas no me respondían bien. Contemplé con horror el holograma que crepitaba distorsionado y aplasté el stop como si fuera una cucaracha.

Tiré todos esos viejos discos a la basura y puse a funcionar la trituradora: a la mierda con el milagro del futuro. ¡Mezquino milagro!

Gramática Lopez Murphy: la turba vs la democracia representativa

Qué reveladoras pueden ser unas miserables cinco letras. La palabra turba salió de boca del candidato y un universo de deducciones cayó sobre mi cerebro.

La turba es un combustible que se forma con estiercol y/o residuos. Por extensión una muchedumbre confusa, desordenada. Basura humana inflamable, vamos.

Dado que muchedumbres ordenadas sólo se conocen los ejércitos, cualquier otra reunión numerosa es, por definición, una turba contraria a la democracia representativa, en la gramática del candidato.

Razonable, la verdad. Si uno vota a solas con su conciencia, después le corresponde lamentarse a solas con su conciencia responsable. Si resulta estafado, antes que hacer reclamos turbulentos, deberá sentirse bien culpable ante la historia.

¿Qué la democracia de Lopez Murphy es el paraíso de los estafadores?: jua! jua! jua! jua!

Dicen que los locos siempre avisan que están locos, y nadie les cree. Así es cómo terminan sucediendo las desgracias.

En el '34, después de seis meses de sequía y calor, los incendios rodearon la ciudad de Los Angeles. La noche se convirtió en un infierno de humo y sirenas. Gladis, vestida con un salto de cama y con la cara embadurnada de cremas, arrancó en su Ford verde. Subió las colinas a toda velocidad. No se alejaba del humo; se dirigía directamente hacia él.

En la entrada de Mulholland Drive encontró una barricada. De ahí en más el fuego explotaba por cualquier parte. Un policía la detuvo. Gladis dio muchas explicaciones tan contradictorias como absurdas. Que iba a una fiesta. Que las mansiones de los productores de Hollywood eran a prueba de incendios. Que no quería perderse el preestreno del infierno. Además, gritó, lloró y coqueteó con la crema chorrénadole por la cara.

El agente dirigió su linterna al asiento trasero. Allí descubrió a una niña rubia sucia de hollín, descalza, llorando aterrorizada. Entonces Gladis le suplicó: -Agente, dispáreme. Ojalá me disparara. Señalando a la niña agregó: - Ella ya es huérfana, aunque todavía no lo sabe. El policía, rebosante de benévolo sentido común, la mandó a dormir a su casa.

Pocos días después Gladis estuvo a punto de cocinar a su hija en agua hirviendo. Incendió la casa y terminó confinada en un psiquiátrico. La niña rubia (que vaya a saber cómo cuernos llegaría a ser la propia Marilyn Monroe), creció en un orfanato.

Recientemente, durante un viaje, me tocó desvelarme oyendo las actividades nocturnas de los anfitriones en la habitación contigüa. No había salida. Levantarme, prender luces, buscar ropa, etc. estaba descartado. Así que decidí tomármelo con humor y ver si aprendía algo.

No eran ruidosos, pero la pared parecía de papel. Se oía con claridad hasta el movimiento de las sábanas. Todo se desarrollaba con una normalidad bastante tediosa, hasta que algo me llamó la atención. La voz del hombre empezó a susurrar, quebrándose: "Dios mío, cómo me deseas!". La madera de la cama empezó a gemir más enérgicamente: "Qué ganas que me tenés... ah... ah... sí... me tenés muchas ganas".

Me tuve que zampar la almohada en la boca para no reírme. El tipo no paraba de repetir: "Ah-ah-ah... cuántas ganas tenés... tenés muchas más ganas que yo, te lo aseguro... gggh... ay, dios... sí, cuánto me deseas..." Poco a poco la risa se me fue deshaciendo en la boca. Nunca me escandalizaron las formas bizarras de calentarse, pero había algo en esa voz que, a medida que pasaban los minutos, se volvía sofocante, insoportable.

De pronto el sadomasoquismo, el bondange, o cualquier perversión me parecieron ingenuidades. Decidí que prefería pasar la noche pidiendo disculpas antes que escuchar esa voz. Prendí la luz, tumbé un jarrón con flores al piso y suspiré.

El asunto del "respeto mutuo" es como una mascota que alegra deliciosamente el hogar mientras destila una toxina que produce monstruos de dos cabezas.
Voy a mi ejemplo:
Viene un sujeto adorable y me dice: "Te amo".
Mi respuesta natural sería: "Dale, vení, perdete el amor en el culo y cogeme como sólo vos sabés!".
Sin embargo me trago las palabras, porque quiero ser respetuosa. Se hace un silencio. ¿Y? ¿Ahora qué cosa respetuosa digo?
Sonrío como una estúpida para ganar tiempo mientras insulto por lo bajo a cupido, maldito detrito de la neurosis. Pero ya es demasiado tarde.
El sujeto adorable dice: "Bueno, está bien. No hace falta que me digas que vos también me amás. Me alcanza con que conozcas mis sentimientos"
¡Dios mío! ¡Ahora tendré que vivir respetando sentimientos en cuya existencia de ninguna manera creo!

1) Bueno, en fin. Finalmente fueron cinco noches en la guardia, una en el quirófano y mucho, mucho dolor en vano. Ninguna reflexión, ninguna moraleja, ni siquiera una ocurrencia. El dolor nos vuelve miserables, mediocres y estúpidos.

2) Algo pasó. No sé bien qué fue, pero de pronto no quedó nada de mi agrado en la galaxia. Hasta hace poco el mundo estaba lleno de diminutas diversiones, jueguitos tontos, exactamente lo que a mí me encanta. Y ahora no queda nada más que la mugre por barrer, las cuentas por pagar, la cama por hacer. ¿Cómo es posible? ¿Por dios, cómo es posible?

3) El prójimo es como un televisor eternamente encendido. Ahí nunca pasa nada, pero uno no puede dejar de prestarle atención. Y un día terrible, cuando ya es tarde para todo, descubrís que no tuviste tiempo de hacer nada más en la puta vida.

Cuarta noche en la guardia, estableciendo nuevos récores.

Me acurruqué en una camilla abandonada en un rincón oscuro y me dormí.

Soñé con una torta deliciosa. La veía algo borrosa, como vemos los miopes sin anteojos, pero noté el glaseado, la decoración de chocolate y esas cerezas fosforescentes que vienen en frascos. Se me hizo agua la boca.

Me acerqué con deleite y empecé a percibir algunas anomalías. El pálido glaseado era como una piel transparente. Las cerezas parecían chorreadas, como flores desarmadas o, más bien, charcos de sangre.

Alguién me estaba sacudiendo. Era mi turno.

A las tres de la madrugada, gimiendo en la guardia de un hospital, recordé que ya hace seis meses que enormes acontecimientes se suceden en mi vida sin solución de continuidad. Grandes catástrofes y grandes conquistas mezcladas en una sopa casi sin sabor.

Perdido por perdido me fui a la puerta a fumarme un pucho temblando de frío y saltando de dolor. Sí, sí, pensé, a pesar de todo estoy en condiciones de declarar firmemente: "Aquí no ha pasado nada".
Después pensé con desasosiego:

"Es que soy una lagartija. Con los años me he convertido en una lagartija fritándose al sol. Nada más que un par de reflejos autonomicos: conservación de temperatura, localización de insectos.
Las bombas pasan silbando alrededor y la lagartija parpadea: no son comestibles; relevancia descartada.
El billete ganador de la lotería cae entre sus patas y la lagartija parpadea: no es comestible; relevancia descartada.
Con la panza sobre la arena, la lagartija solo quiere seguir achicharrádose al sol hasta reventar."

Querida Hades: me has tirado el guante y, para decir la verdad, me has roto el tabique de la nariz.
Desde hace una semana la segunda persona me persigue en forma de una frase dos veces robada. Yo la saqué de Victoria Accaramboni, de Stendhal. El a su vez, lo sacó de algún viejo manuscrito del 1600, o no sé de dónde, porque el libro ha desaparecido de mi biblioteca. Una pesadilla, Hades, esa frase en segunda persona se ha vuelto una pesadilla.

Unos sujetos enmascarados irrumpen en el palacio de la viuda de Orsini. Uno de ellos, el más cruel, busca a Victoria: "Ahora hay que morir", le dice. Y sin darle tiempo a nada la pincha con un fino puñal debajo del seno izquierdo. Después revuelve el puñal dentro del pecho, de un lado al otro, mientras le pregunta:
- ¿Lo sentís? ¿Sentís que os toca el corazón?

Con esa frase me persigue la segunda persona.

(NOTA: No hay metáfora. El crimen es histórico. No fue un acto pasional. No hubo más motivación que el poder y, de paso, un poco de anatomía.)

Estoy viajando demasiado ultimamente. He pasado noches y noches durmiendo en colectivos, abriendo los ojos desorientada en cada cruce de rutas. Por las mañanas tomo café en las terminales y no las veo. Me cuesta librarme de la soberana visión de la oscuridad detrás de las ventanillas empañadas.

Ayer, no sé en qué ciudad, me metí en un bar vacío con varias mesas de billar. Eran las nueve de la mañana. En el fondo del salón cinco señores mayores jugaban al poker y tomaban café. Yo me acordé de este puto blog del que debiera deshacerme con urgencia y comprendí que no es solo falta de tiempo lo que me aleja. Es sobre todo la primera persona.

La primera persona es demasiado fácil. Contemplar el propio ombligo como si se tratara de la octava maravilla del mundo es muy fácil. Y la exhibición pública de tan fascinante agujero es una tendencia muy natural.

La tercera persona, en cambio, es la posible dignidad de un texto. La tercera persona es sobria, elegante, dificil. Es la única persona que puede afirmar algo con cierta autoridad. Pero tiene el problemita de encontrar dónde esconderse uno mismo. Incluso amordazado y encerrado en el fondo del armario, el 'yo' sigue metiendo ruido, haciéndose notar, opinando sobre todo.

Es que para usar la tercera persona hay que tener una verdadera autoridad. ¿Quién soy yo, después de todo, para hablar de él?

- Yo soy el que puede desaparecer...

- Ah, caramba. Eso es autoridad.

El tiempo lo destruye todo


"Le temps detruit tout".

Me encontré la frase así, en francés, con cursiva, grabada a punzón en el penúltimo asiento del 25. Pero la puta madre, pensé, el mundo es un lugar absurdo.

Bajé del colectivo y corrí al video club. Alquilé Irreversible por segunda vez. Me tuve que tomar dos whiskys antes de juntar el coraje para apretar el play. No sé que buscaba, pero la tenía que ver. Al terminar estaba empapada en transpiración pero aliviada en cierto modo, con esa rara alegría que te da el pensamiento cuando logra atrapar la brutalidad.

Me acordé de las críticas que provocó la película cuando se estrenó: "Violencia gratuita", "golpe bajo", "repugnante".

Bueno, Noe al menos no es ningún genio incomprendido. Ha sido perfectamente comprendido por sus detractores. No ha dicho más que dos perogrulladas: el tiempo es irreversible y el tiempo lo destruye todo. Pero dió en el tono.

El tiempo es puro golpe bajo. Es violencia gratuita. Lo que el tiempo hace con nosotros es repugnante.


Es increíble la angustia que me ataca cada vez que algo falla. La cosa se demora, se complica, necesita arreglos y yo simplemente me largo a llorar desesperada.
Un poco deformados por las lágrimas, alcanzo a ver los rostros a mi alrededor. Oigo algunas voces distorsionadas que me dicen:

"Vos debés estar sensible por otra cosa."
"¡Ché, qué poca tolerancia a la frustración!"
"Dale, no te pongas así, ya lo vamos a solucionar."

Yo asiento con la cabeza mientras me ahogo en la desesperación del tiempo que se llevan las cosas.
Lloro tumbada sobre la mesa, desconsolada, por el tiempo esparcido en el vacío como polvo. No puedo parar de llorar por el tiempo que falta para tanta cosa.

El cónyuge es un sistema que participa de diferentes niveles de organización de la materia.


1°) En el nivel físico se podría considerar una máquina simple, ya que participa de los principios elementales de la palanca. El cónyuge es, en última instancia, un cuerpo sólido en el espacio que, ubicado a la distancia apropiada, puede amplificar una fuerza miserable, en teoría hasta el infinito. "¡Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo!" chillaba Arquímides.

2°) Lamentablemente, por lo general el cónyuge también es materia orgánica. Y ahí la cosa se complica.
En el nivel de los organismos el cónyuge es una parte no separable del cuerpo que no recibe inervación ni irrigación, por lo tanto no responde a los procesos fisiológicos en curso. Es un miebro muerto que se debe arrastrar por el mundo, que pesa y obstaculiza los movimientos. Es un impedimento, una discapacidad.

3°) Muchas veces el cónyuge también se presenta como sustancia pensante. Sobre este nivel, el espanto me impide pronunciar palabra.

Hace un año mi abuela Lala dijo que se sentía mal, se metió en la cama y no salió más. Los médicos le hicieron cientos de estudios y dijeron que no tenía nada, que se tenía que levantar. Pero mi abuela tenía un sólido sentido común:
- Oiga, usted no me va a decir a mí cómo me siento yo -respondió, y siguió en cama porque se sentía mal.


El mes pasado la fui a ver. Llevaba un año postrada y se parecía cada vez más a su esqueleto:
- Hija, no sabés lo podrida que me tienen... Qué me levante, que coma, que coma, que me levante. Todo el día con la cantinela... -una energía insospechada la alentó de pronto: - ¿Para qué quieren que me levante, me podés decir? ¡¿Para qué quieren qué coma?! ¡Porqué no me DEJAN DE JODER!

Ahora está en terapia intensiva, con un respirador que le mete aire en los pulmones contra su voluntad. Yo no volví, ni pienso volver a verla. Pero imagino que sé exactamente lo que está pensando.

Pasé la mitad de la noche retorciéndome como un perro en la sala de una guardia. Las palabras tranquilizadoras y optimistas no me calmaban. No tenía miedo, tenía rabia. Me negaba a ceder ante un cuerpo insubordinado.

Llegué a casa a la madrugada, bajo la lluvia, apaleada. Me cobijé con un café, un libro de Kenzaburo Oé, y su maldito bebé de cabeza deforme. El viejo dilema de Kenzaburo me absorvió como un agujero negro. Si no le extirpan un trozo de cabeza el bebé morirá. Si se la extirpan habrá que regarlo como a un potus. El pobre padre borracho, se enreda con una línea de Blake: "Mejor asesinar un bebé que alentar deseos irrealizados".

Respiré hondo, levanté la vista del libro y me percaté de que el japonés hijo de puta se dirigía a mí de un modo muy personal. Me interrogaba, me exigía una respuesta. Tuve que arrastrarme hasta el comedor a buscar un whisky, repitiendo la frase con incomodidad: "Mejor asesinar un bebé que alentar deseos irrealizados". Algo me confundía.
Necesité dos tragos para elevar al fin el dedo medio y hacerle fuckyou a Kenzaburo con su dilemita:
- ¿Qué puta diferencia hay entre un bebé muerto y un deseo irrealizado? -le chillé a la pared.

Creo que un par de páginas más adelante el japonés llegaba a una conclusión parecida. Aunque no estoy segura. Ya no me importaba nada.











El domingo a la mañanita estaba tomando unos mates cuando sonó inopinadamente el timbre. Era Pepe. Bajé a abrirle, pero me olvidé la llave. Lo ví del otro lado del vidrio abriendo los brazos y gesticulando de modo extraño bajo la tonelada de cosas que cargaba. Volví a subir a buscar la llave.

Cuando llegué por segunda vez al palier, Pepe hizo un gesto más claro: juntó las manos como rogando. Abrí la puerta y lo saludé. Se me quedó mirando tan significativamente que me desconcertó. Al fin, impaciente, me señaló sus pertenencias.
- ¿Notaste que vengo con el bolso? -preguntó.
- ¡Ah! ¡Empezaste el gimnasio! -contesté-. ¡Te felicito!
Pepe se quedó inmóvil en el palier, rascandose la frente con agotamiento.
- Me echaron de casa, Kaiten, y la pu-ta-que-te-re-pa-rió.

Me desperté sin razón. La habitación estaba oscura, yo bien abrigada. Afuera se oía el viento suave y helado de la madrugada. Y de pronto tuve miedo. Un miedo violento e inexplicable.

Pasé horas acurrucada, intentando descifrar los extraños sonidos que acechaban alrededor de las paredes. Oí balazos distantes. Oí el llanto de un bebé. Oí voces de vampiros conspirando.

Ya a punto de gritar pregunté: por dios, qué me pasa. Me tapé la boca. Había recordado de repente que no estaba sola. Al otro lado de la cama, en la oscuridad, había un hombre durmiendo. Recién entonces reconocí el sonido de su respiración entre los demás sonidos. El viento rodó por los techos haciendo un ruidito burlón. Un suspiro me abandonó. El enigma estaba resuelto.

Pasé el resto de la noche acurrucada, absorta, oyendo el monótono clap -clap de una puerta que se golpeaba a lo lejos. No significaba nada.

Berreo teológico






El bienestar es un valor en ausencia. En presencia es una licuadora de almas.

La observación demuestra que el cuerpo humano no soporta ese estado por períodos prolongados. La reacción es casi inmunológica.

Necesitamos desesperadamente un poco de vidrio entre las muelas. Debe haber, en alguna parte, una maledicencia que sea capaz de reducirnos a mendigar en las vías. Debe haber por lo menos un meteoro enloquecido acercándose por el espacio. Es necesario. No hay aliento humano sin esa perspectiva.

Se deduce, por lo tanto, que el hueso del alma tiene que ser un mal. El bienestar persistente solo produce un espeso licuado de cadáveres.


En el pasillo:
- ¡Doctor! ¡Doctor! Disculpe que lo moleste sin turno, pero estoy muy asustada.
- ¿Qué le pasa Carmen?
- Escucho voces, Doctor. Me dicen ¡puta! ¡puta!. Todo el tiempo. Me van a volver loca...
- Está bien. Hizo bien en venir. ¿Cuándo empezaron las voces?
- Hace como tres meses...
- ¡Tres meses! ¿Y cómo no me dijo antes?
- Yo creía que eran los vecinos. Pero esta semana se fueron de viaje. Estoy sola. No hay nadie más en el edificio y me siguen llamando: ¡puta! ¡puta!

Juana se sentó en la verja, con la vista perdida en los cables, respirando el aire limpio del exterior. La ambulancia lanzaba destellos junto al cordón de la vereda, pero todo parecía inmensamente sereno.
Así la encontró su hija. Miró las puertas abiertas de la casa, y se sentó en la verja a su lado:
- Hiciste bien, mamá. No podés seguir así...
Juntas respiraron en silencio por unos instantes.
Dentro se oyeron gritos y objetos que se estrellaban contra las paredes. Ellas se tomaron de las manos y miraron el cielo azul, el árbol de enfrente lleno de gorriones.
Los paramédicos salieron con la camilla vacía y se detuvieron ante la verja. Las dos mujeres elevaron los ojos encandilados.
- Hagan una consulta psiquiátrica.
Juana asintió vagamente con la cabeza.
- Ya nos dijeron que un hombre tiene derecho a morir en su casa en vez de en el hospital –dijo la hija.
La ambulancia se alejó vacía. Las mujeres, abrazadas, la siguieron con la vista. Los aullidos hacían vibrar la vereda:
- ¡Basura! ¡Traidora! Ni siquiera sos capaz de atender a tu hijo moribundo... ¡Vení! ¡Vení acá que te voy a llevar conmigo, vieja puta!

Presencié la siguiente escena. Una pareja de chaqueños cultos, como minimo profesionales, con las cabezas canosas juntas, anonadados frente al diccionario de la Real Academia. Tenían las mandíbulas caídas y los ojos como platos. El armatoste venía a confirmar sus más horribles sospechas:
- No, no hay caso. El verbo "llavear" NO EXISTE.
- ¿pero... y cómo...?
Largo silencio atónito. Suspiro:
- Y... Entonces, seguro que "candear" tampoco...
El silencio que siguió permitió oir con nitidez el sonido de un alma que cayó al piso y se arrastró. El muchachito que miraba televisión clavó la vista en las baldosas y regurguitó:
- ¿Sabés, Tía? Yo le candeé a tu bicleta... Pero me la robaron igual...

La sexta hora de la noche.

Las dos de la mañana. No sé si pasaré la noche. Cuando alguien se pone a declamar sobre la lealtad, uno sabe de inmediato que está a punto de empujarte por el balcón.

No corrí ni grité. La verdad que estoy harta de correr. Me puse a buscar un disco de Ed Motta que desapareció de la casa como si nunca hubiera existido. Fue en vano. Ya por el tercer whisky me conformé con un cuentito de Kafka, "La colonia penitenciaria". Ah... Kafka, el viejo Kafka, cargado de presagios indescifrables.

En la colonia penitenciaria tienen un aparato interesante para ejecutar a los condenados. Una rastra con agujas que recorren el cuerpo entero del infeliz inscribiendo en profundidad, con una caligrafía complejísima, el texto de la ley violada. La escritura lleva doce horas. Copio un párrafo con devoción:

"¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido empieza a comprender. La comprensión se inicia en torno a los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. No es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente le cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja al hoyo. La sentencia se ha cumplido."


Everybody knows that the boat is leaking
Everybody knows that the captain lied
Everybody got this broken feeling
Like their father or their dog just died

Esa cancioncita de Cohen es sobrecogedora por exacta.

Todo el mundo sabe demasiado. Y todo el mundo conoce esa sensación como de que tu padre o tu perro acaba de morir.

Más todavía. Todo el mundo sabe que la muerte del padre y la muerte del perro provocarán la misma vieja sensación de naufragio demasiado conocido.


"Oh, Señor, nosotros no somos de esos que se lavan con vino, agua, orina, vinagre, aceite, ron de laurel, leche, cognac y ácido bórico."
"Oh, Señor, nosotros somos los que nos lavamos con la sangre del Cordero."


El Rvd. Borde sufre. Afirma que su destino es permanecer en el agujero. Si está allí es porque se lo merece, y su agujero lo define: él ha de ser consustancial a su miseria.

Yo admiro el Dios que se esconde en sus lamentos. El que sabe lo que merecen sus criaturas e imparte justicia.

Mientras, yo me reduzco a las sentencias de un Dios de cortas miras, que no sabe una jota de justicia.

Mi Dios es lo más parecido a una cotorra que repite mecánicamente tres frases sin sentido. Y yo debo obedecer.

John William WaterhousePsyche Opening the Golden Box (1903)


Mi amigo Chilolo es un gran mujeriego. A él le gusta conquistarlas y pasar a la siguiente. Pero algo está fallando. La última vez que lo vi, me contó sus últimas dos aventuras. Alarmantes.

1°) Volvió a la casa de una muchacha, después de prometerle no verla más. La tendió en la cama y abrió la mesa de luz. Sabía que habían quedado dos profilácticos en una cajita de Prime. A la madrugada se lamentó de que no hubiera un tercero.
Ella sacó una caja nueva de la cartera y Chilolo no pudo evitar una expresión de sorpresa.
- "¿Qué? ¿Pensaste que ibas a ser el último hombre de mi vida?" -le preguntó ella divertida.

2°) Sedujo a una chica en un casamiento. La acompañó a su casa y se metió en su cama, como él sabe hacer. Ella le ofreció los profilácticos. Esta vez eran camaleón. Quedaban dos en la caja. Y el pobre Chilolo no pudo evitar comentarlo.
- "¿Qué? ¿Pensaste que eras el primer hombre en vida? -le preguntó ella divertida.

- ¿Qué está pasando, Kaiten? ¿Qué pasa conmigo que hasta las adolescentes se divierten a mi costa? -me preguntaba Chilolo, muy deprimido, haciendo sonar la bombilla del mate.

Ayer, como todos los santos días, fui a trabajar. Vi pasar gente. Alguien que perdía una pierna. Alguien que perdía un hijo. Alguien perdía el jucio. Y la lista seguía avanzando, imperturbable, indecente, como siempre. Hasta que una angustia repentina se me colgó del cuello.

La rutina de la emergencia es así. Cría flores raras de dudosa finalidad. La mayoría revientan en un par de años, apenas se percatan de que no se puede hacer nada, nada más que ver la tragedia pasar.

Entonces me prendí un pucho y sonreí. Libre de todo pesar y lista para volver al trabajo, porque yo sí que tengo una finalidad. Yo soy una especie de mula lunática. Lo mío es un apostolado.

Porque, digánme la verdad: ¿En qué mierda se convierte una gran tragedia cuando nadie la ve pasar?

La vida se desliza mansamente hacia ninguna parte.

Mientras tanto, los verdaderos asuntos se mantienen en potencia. Más o menos como Walt Disney, congelados para un futuro impracticable, pero se mantienen. Verdaderas potencias.

Hablo de ese momento que todos conocemos. Cuando Brad Pitt cae de rodillas ante nuestra irresistible belleza. Cuando hacemos cuarenta y ocho goles en un mundial. O cuando se la damos por el culo, gritando en sioux, al Gran Jefecito... Jejejé... Sí, todos lo conocemos...

Así es. El momento Kodak cuidadosamente guardado en cada alma, visto a la luz del sol, parece gracioso.

Pero, pensándolo bien, no tiene gracia. No tiene ninguna puta gracia.


Incompetencia familiar II

La hija mayor del abuelo camionero estudió filosofía en los 60'. Vivió entre Kant, Hegel y la JP, hasta que quedó embarazada.

En ese momento, no vamos a decir que aterrizó -porqué todavía está pidiendo pista-, pero, eso sí, tuvo que afrontar la supliciante responsabilidad de lavar la ropa. A mano. Demoró años en acceder a un lavarropas automático. Imagino que en esa época sería como comprarse un transatlántico.

El día que llegó mi padre con el lavarropas, ella estaba leyendo Wittgenstein. No tenía tiempo para un manual de instrucciones. No supo lo del jabón baja espuma. Pero eso es lo de menos. Lo verdaderamente extraño, curioso por demás, es que ella, versada en Aristóteles, usó la misma lógica que el abuelo camionero: 1 lavado = 1 paquete de jabón en polvo.

Cuentan mis hermanos que había medio metro de espuma en toda la casa. Que ellos corrían desesperados, un poco aturdidos, con espuma hasta la cintura, tratando de limpiar. Y que mamá no les contestaba, ni los ayudaba, ni nada. Simplemente se reía y se reía y se reía, en medio de la espuma, al lado del lavarropas.


Día internacional de la mujer. Uff... La corrección política me agota...
Y para colmo, todos los amigos/as embarcados en la guerra de los sexos.

Aquí va un resumen de cuatro quejas escuchadas esta semana:

1°) "yo quiero una relación 'fifty/fifty', que nos contengamos mutuamente, la verdad que me canso de poner y poner"

2°) "tiene que ser de mutuo acuerdo, los dos tenemos que querer lo mismo, sino no va"

3°) "está bien, yo me pongo en su lugar, pero él también se tiene que poner en el mío"

Sin embargo, el cuarto amigo apareció con un enfoque novedoso:

4°) "De pronto estamos en medio de la revolución francesa. Dale con la cantinela de la igualdad, la libertad y la solidaridad... Yo hago lo que puedo por seguirla, viste, pero al final le contesté: '¿De qué me hablás, Pepa? ¡Vos abrí la piernas que yo te cojo!'"

Incompetencia familiar

Mi abuelo formaba parte de una familia de camioneros dueños de sus camiones. Cuando la lógica "1 hombre = 1 camión", dejó de funcionar, ellos no entendieron nada. Y se quedaron a pata.

Mi abuelo tuvo que reciclarse como chofer en un convoy. Por la noche, en medio de la patagonia, armaban campamento al costado de la ruta. Cocinaban por turnos.

El abuelo, a su turno, procedió otra vez con rigurosa lógica: 15 personas = 15 paquetes de fideos.

Se produjo una erupción volcánica. Desesperado, el abuelo se quemó las manos recogiendo las montañas de pasta que brotaban de la cacerola. Llenó varios baldes. De puntillas para no ser descubierto, sacó una pala y cavó como un frenético.

Al fin logró enterrar varios kilos de prueba material de su incompetencia. Después sirvió la cena con una sonrisa distraída.

Un día, Tessa, consternada, lo oyó balbucear delante del refrigerador abierto:
"No quedan más cervezas, creía que quedaba una...".
Luego: "Pero si nunca en mi vida he bebido cerveza".
Y finalmente: "¡Pero si este no es mi refrigerador!".

De la biografía de Philip K. Dick de Emmanuel Carrere.
Bibliografía de cabecera de Border.



No.
No puedo esperar el chicle y mascar colectivos al mismo tiempo.
No hay nada que hacerle.

Levantó la nariz hacia la bóveda negra que lo cubría, como un animal que olfatea un peligro, o como Borges divagando en el dialecto desdeñoso de Palermo Viejo. Había sentido un ruido muy cerca. Era algo alarmante, pero no podía indentificarlo. Manoteó sobre la mesa volteando objetos hasta que dio con la linterna. La encendió.

Lanzó el pequeño circulo de luz a la captura del sonido. Se sobrasaltó otra vez. Había algo ahí, no cabía duda. Pero el haz de luz no podía alcanzarlo por más rápido que se moviera. Al fin apagó la linterna y volvió a olfatear las alturas, sentado en la silla, en medio del departamento oscuro.

Esperó nervioso. Desde que se cortó la electricidad supo que la peor de sus pesadillas, la que lo acechaba desde siempre, iba a realizarse esta vez. No tenía la más remota idea de qué sucedía en su pesadilla. Pero había cierto alivio en saber, al fin, cuándo sucedería.

Se estrujó las manos. Creyó detectar una respiración que acompañaba al sonido, pero quizás fuera una alucinación. El agotamiento fue venciendo poco a poco sus nervios. Cuando amaneció temblaba de modo incontrolable.

El sol iluminó todos los rincones y nada había sucedido. Pero él siguió sentado en la silla, con la nariz erguida, esperando. El pánico estaba lejos de aplacarse. No podía sacarse de la cabeza la idea de que su peor pesadilla efectivamente se hubiera realizado esa noche.

Inescapable


Su madre cocinó para él, devotamente, año tras año. Para él el puré más sencillo llevaba torres de roquefort, las pastas se rellenaban a mano con seso y almendras, los frutos de mar se derramaban de las ollas. Todos los días lo esperaban grandes tortas de frutillas con crema.
Al fin se independizó.

Su mujer lo amó devotamente año tras año. Hizo todo para complacerlo. Estudió los secretos de las geishas. Se disfrazó de esclava y de dominatriz. Lo esperó con cuatro grandiosas prostitutas de rodillas en la cama.
Al fin notó que la celulitis la cubría y se retiró discretamente.

Sin embargo, cuando su hijo de catorce años fue nominado para la Academia de Ciencias, ya no lo soportó. Simplemente le pulverizó el cráneo a martillazos.

Los muchachos de Devoto le dieron palo pa' que tenga, con mucha dedicación, año tras año. Cada tanto se lo veía sonreír con la cara deformada.

Se acuerda del Kursk, coleando en el fondo del mar de Barents?


Este verano ha sido demoledor. Gracias a dios ya se termina. El problema es que ahora no sé bien qué carajo es lo que empieza.

A) Un saldo desolador: el veranito me dejó una alarmante sensación de estar olvidando algo importante. Cada día, cada minuto, me perturba la falta del condimento principal: tropezarme y caer de boca. ¡Dios mío! ¿en qué infame ser erecto podría convertirme?

B) Un saldo prometedor: me dejó también una docena de sueños culposos. Me despierto, alrededor de las cinco de la mañana, sabiendo que soy culpable. Sé que seré descubierta y sé que va a ser feo. Pero ya está hecho, no tiene arreglo. Entonces me tomo un whisky en la oscuridad, escuchando Erik Satie, y espero el amanecer con la plácida serenidad de lo inevitable.

C) El saldo dilapilador: el segundo número de nuestro fanzine freak, bizarro e inútil, la última "Gentileza del Kursk", está en prensa, señoras y señores. La distribución es orgullosamente gratuita (jamás le pagaremos a nadie para que lo lea). En Buenos Aires, además, es bastante caprichosa, por lo que agradecemos sugerencias sobre puntos de distribución.

El buen psicópata teje en la mecedora.


La tía Mildred se estaba sintiendo mal ultimamente así que cuando la invité a mi cumpleaños le dije: si tiene ganas va, sino yo la visito.
Pero esa noche mi abuela se encaprichó con que la cena no empezaba sin la tía Mildred. Le expliqué. Pero ella seguía encaprichada:
- ¿Acaso se va a sentir mejor en su casa? No, no y no. ¡No se cena sin la tía Mildred!
La llevé aparte y le respondí con voz suave:
- Este es mi cumpleaños y esta es mi casa. Mildred ni siquiera es pariente tuya. Así que no te metas. No te corresponde... ¡Y que ni se te ocurra llamarla para presionarla!

Cuarenta minutos después la tía Mildred entró por la puerta, despeinada y corriendo. Se deshizo en disculpas:
- ¡Ay, hija! ¡Mirá la hora qué es! Es que ya estaba en la cama cuando tu abuela llamó...
Miré a la abuela con asombro.
Vi una luz extraña fosforesciendo en sus ojos de nonagenaria. Se acercó y me susurró al oído:
- ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿A ver? ¿Vas a echar a tu abuelita anciana de tu cumpleaños?
Tenía una sonrisa aterradora.






Las hienas tienen un sentido del humor exquisito.

No se ríen a cualquier hora ni de cualquier cosa.

Sólo ríen cuando matan.
Jijiji...


Hoy sentí unas ratas que me caminaban por el estómago, del lado de adentro claro, juntando hambre antes de empezar la fiesta.

En ese momento me di cuenta de que llevo semanas esforzándome por hacer algo bien. Como tratando de cuidar las cosas, de devolver las gentilezas, y todo eso. Ando, vamos a decirlo de una vez, como un perro agradecido por los doguis.

Entonces me esfuerzo por omitir las crueldades innecesarias, las sentencias innecesarias, las chicanas, los ataques de cinismo, la provocación, y todas esas manías innecesarias que tengo.

Pero hoy las ratas me advirtieron. Si vamos a suprimir lo innecesario, ellas están preparadas para ocuparse de mi. Ni hilachas de tendones sobre los huesos van a dejar.

Cuando alguien dice que el fin de semana fue brutal, por lo general se evoca un tostado resplandeciente, lentes de sol y chicle de mentol en la boca que dice: "¡Ay, no sabés que fin de semana brutal!"

A mi no toca nunca. Cuando un fin de semana se pone brutal conmigo, se lo toma muy al pie de la letra. Me atropella, me veja y me enajena. Hace alarde de brutalidad.

El lunes me tira de un auto en movimiento, a la entrada de un hospital.

Clásica reunión de señoritas de internado. Polleritas tableadas, mucho rubor. Afirmación de rutina, absolutamente unánime: ¡El tamaño sí que importa!

Me sumé al coro, por supuesto, con bastante convicción. Nada que acepte los adjetivos "chiquitito y juguetón" merece respeto.

Después volví alegremente a casa, sin sospechar nada.

Encontré al espíritu científico acechando detrás de la puerta. Me acosó. Me forzó a llamar, por orden alfabético, a todas mis amigas.

Me hizo nombrar tres de sus viejos novios. A continuación tenía que formularles dos preguntas: a°) De cuál tiene mejor recuerdo en la cama. b°) Cuál la tiene más grande.

Cuando agotamos la agenda dejó de hostigarme, satisfecho. Al menos por hoy. Entonces me quedé sola frente a la evidencia, tan clara como escalofriante:

El espíritu científico tiene algo en mi contra. Está decidido a arruinarme. Tengo miedo.

Creo haber hecho suficientes demostraciones públicas de que mi cerebro se está disolviendo. El proceso a veces resulta simpático. Pero a veces no.




Ayer llamó mi abuela, de 85 años. Se me quejó de que Figueroa no le presta atención.
- ¿Y quién es Figueroa? -pregunté.
- Mi cardiológo. El rubio. El mismo que vos conocés...
- Yo no conozco a tu cardiólogo. ¿Porqué lo voy a conocer?
- Claro que sí, nena. Hablaste con él varias veces, cuando me hizo el cateterismo.
- ¿El cateterquéee??? No, vieja... ¿De qué me estás hablando? Te habrá acompañado otra. Yo no ni tengo idea de qué cardiólogo rubio te atiende...
Se hizo un silencio del otro lado de la línea. Después, con cautela, mi abuela preguntó:
- Nena... ¿cómo estás del colesterol vos?