El aire serrano tiene en mí un efecto más relajante que un puré de valium. Por eso estaba un poco distraída cuando la vieja se puso a hablarme, mientras me cebaba unos mates dulces lagunosos, donde la yerba cobraba unos brillos tornasolados de extramundo.
A los 86 años, la vieja ya no tiene mucho que disimular. Sigue fregando enérgicamente, pero ya no mira lo que friega, así que unas flores plásticas con enormes lamparones de grasa barrosa reposan en un florero bruñido como un espejo.
Me hablaba con pena de su hermana mayor, la que no tuvo hijos. Yo no prestaba atención, hasta que una frase me sacó del ensueño.
- Fue un mal parto -me contaba-. Ella se dio cuenta tarde de que estaba en estado... Al final se lo pudo sacar igual, pero quedó arruinada para toda la vida...
- Ah, un aborto -traduje para mí misma con curiosidad-... ¿Pero de qué año me está hablando usted?
La vieja bajó la cabeza ante la brutalidad de la palabra. Se encogió como si yo la hubiera golpeado en el estómago:
- Yo ya sé que es un pecado terrible -susurró-. Yo sé que no tiene perdón. Pero, hija, Dios tiene que tener en cuenta lo burra que era la gente en esa época... Nosotras éramos tan ignorantes que ni sabíamos que era un asesinato lo que estábamos cometiendo. Todas lo hacían. No se nos ocurría que estaba mal...
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