Sueño extraño



Tuve un sueño extraño. Desde lejos vi un linyera sentado en las escalinatas del teatro San Martín. Marcaba un ritmo lento y distraído con el talón. Ese movimiento me llamó la atención. Me acerqué. De pronto reconocí algo bajo los andrajos, aunque no sé qué fue lo que reconocí, y me le tiré encima con júbilo. Me colgué del cuello mugriento, lleno de costras oscuras. Me senté, de frente a él, con las piernas abierta, sobre su rodilla derecha.
Me respondió con una vaga sonrisa que le marcaba la cara con unas arrugas como tajos. Era una sonrisa significativa, de algún modo hermosa. La pierna sobre la que yo estaba sentada seguía moviéndose al son de la misma música secreta, subiendo y bajando rítmicamente, como si yo no pesara nada.
Me desperté de repente, ahogada, con la boca seca. Me levanté de un salto y fui a mojarme la cara. Sentía las piernas vacilantes. Me preparé un té y me tumbé sobre el sofá. Demoré como diez minutos en regularizar la respiración.
- ¿Qué hacía ese linyera en mis sueños? –me pregunté entonces en voz alta.
- Jejé... –crepitó el bicho muerto entre las plantas de la ventana.
Nada más. No produjo otro sonido. Pero era tarde. La revelación estaba hecha. Me puse colorada mientras comprendía con retardo que me había asfixiado en un sueño erótico, basado en la rodilla de un linyera.
- ¡Jajajá..! –el bicho muerto creó un brisa espesa con su carcajada-: Si ese es el pudor que te afecta... –exclamó con desdén.
Empecé a odiarlo con ganas. Una segunda oleada de vergüenza me tiñó las orejas. Porque el erotismo del sueño era, verdaderamente, erotismo de cotolengo. Pero su risita seguía creciendo en mis oídos cada vez más burlona.
- Basta –le grité-. ¿Qué más querés?!
- Ajá –chilló divertido-: ¡Esa es una buena pregunta! Ni siquiera sabés de qué avergonzarte si no sabés qué es lo que yo quiero... Jejejé... qué encantadora... ¡Yo quiero lucidez, cabeza hueca! ¡Yo quiero desvergüenza! ¡Mucha desvergüenza!
Abrí los ojos perpleja. Suspiré.
- ¿Cómo se te ocurre preguntar qué hacía ese linyera en tus sueños? –rugió-. ¿Acaso pretendés matarme de la risa?
Por supuesto, al bicho muerto le importaban un cominos los linyeras mugrientos y los balanceos masturbatorios. El se burlaba, cruel y exclusivamente, de mi inteligencia.


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La moral es un fluído corporal II



La moral del cepillo de dientes

Un brillo de detergente cascabelea en esa sonrisa tan perfecta que parece calibrada por ingenieros de la NASA. El abre la boca y un viento de bosque suizo invade la sala. El señor podrá ser presidente con esa boca. Y podrá serlo porque su sonrisa no habla de los miles de dólares que vale cada pieza, ni de los criados de uniforme blanco que las lustran con el mismo afán con que se lustra la platería en Buckingham. No, no. Su sonrisa no evoca nada de eso. Muy por el contrario, esa boca inmaculada y lustrosa expresa grandes virtudes: dedicación, constancia, energía, empeño e higiene.
Y mientras tanto, todos retiramos la vista del rostro de esas horribles putas desdentadas, con cuatro piedras por todo sostén de la lengua, que parlotean en la ruta. Cuando ellas abren la boca sólo vemos un agujero hediondo, el vulgar remate de un tubo digestivo. Pero eso no nos dice nada de la pobreza: ¡no!, ¡claro que no! Muy por el contrario, esas bocas nos hablan de vicios muy profundos: la indolencia, la suciedad, las palabrotas, y mejor ignorar cuántas cosas más.
¡En esa porquería te convertirás, nene, si no te cepillás los dientes cuatro veces por día!, claman los odontólogos de sonrisa despiadada.
Y escupen moral. Babean moral.
Quiera Dios que un día se atraganten con su moral.


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La moral es un fluído corporal

Parte I


Este hospital cayó, quizás hace milenios, en una anomalía temporal. Aquí se repiten circularmente los cinco minutos inmediatamente posteriores al incendio. Los cadáveres inundan los pasillos. Todos corremos, pero nadie sabe qué hacer con los cuerpos.
Sin embargo las autoridades, a dios gracias, han tomado drásticas medidas para mejorar la situación sanitaria de la población. Desde ahora garantizarán que las instalaciones permanezcan libres de la pestilencia de los cigarrillos.
Los profesionales de la salud que se abandonen a la toxicidad de tabaco serán sancionados en primer lugar y con particular energía, ya que es preciso predicar con el ejemplo.
Respiren. Respiren entre los muertos. Porque ¡eso es dar el ejemplo!
Entre tanto ellos se hinchan los pulmones de emotiva y satisfecha moral.
Respiran moral y expectoran moral.
Quiera dios que un día se asfixien en su moral.


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Doloroso



Esta mañana me levanté con una resaca gloriosa. Miré la casa pensando que alguien había iniciado la demolición sin avisarme. Me encogí de hombros. Quince botellas más o menos sobre la mesa ya no me perturban.
Sin embargo, mientras me tomaba unos mates tiritando al lado de la hornalla, me golpeó este dolor de mierda. Por un momento me retorció. Después, a fuerza de respirar y sujetarme al quemador encendido, pasó.
No es razonable, pensé. De ninguna manera. ¿Cómo carajo puede doler así un deseo? ¿Qué clase de tejido cretino se cree injuriado? ¿Y porqué se pone a chillar a causa de un miserable deseo?
Y además: ¿deseo de qué?
Mientras me vendaba la mano quemada me acordé de ayer.
Por la noche llegó un mail de Juan con una noticia de porquería. El cáncer ya está esparcido y no es operable. “De algo hay que morir”, decía él con toda sobriedad. “Pude ser un año, dos, no se sabe. Después de todo, por más saludable que esté, ¿quién sabe si va a vivir dos años más?”
Devagar é que não se vai longe... Cómo me gusta esa sentencia: Despacio no se va lejos.
Me tomé otro mate tratando de contener la urgencia de perro alzado que me asaltaba. Al mismo tiempo me doblé en el respaldo de la silla resistiendo una nueva punzada de dolor.

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Have you ever had the feeling
That the world's gone and left you behind… ?





Excuse me while I disappear…


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Quirófano





Donde quiera que uno esté, siempre amanece en un quirófano. Y al despertar, antes de abrir los ojos, uno ya sabe que algo le ha sido extirpado. Todo es cuestión de suerte. O de fe. Algunos amanecen desesperados, añorando un órgano entrañable. Otros en cambio se despiertan felices como si acabaran de librarse de una excrecencia infame.
*
Nelson se levantó muy temprano y escuchó Vivaldi frente a una jarra de té humeante. Abandonó las tostadas porque odiaba oír el crujido de sus propias mandíbulas arruinando la música. Antes de salir se contempló satisfecho en el espejo.
Caminó por la avenida arbolada y se detuvo en la esquina del Hospital. Allí, en el jardín de la capilla, las voluntarias alimentaban centenares de gatos abandonados. A Nelson le gustaba juguetear con los cachorros a través de la reja. Iba a meter el brazo para acariciar un atigradito, cuando retrocedió alarmado. El suelo estaba teñido de un color rojo oscuro, sanguinolento. Frunció la nariz tratando de descifrar lo que veía:
- ¿Cerezas..? –se preguntó incrédulo.
Exactamente. Los gatos sarnosos se desperezaban sobre una alfombra de cerezas maduras.
Nelson se dijo que debía llamar al director del Hospital para protestar por la administración de las donaciones. Siguió caminando pensativo.

*
Wilfredo entretanto, de pie, en la cocina, engulló dos aspirinas junto con el café. Intentó girar el cuello para desperezarse, pero se interrumpió con un gemido. Ni se molestó en peinarse. Había dormido tres horas; la pinta de delincuente era irremediable. Salió corriendo.
Bajó del taxi dando un portazo frente al enorme arco desvencijado que presidía la entrada al parque. Allí, en lo alto, se leía la palabra MISERICORDIA. El viento agitaba las enormes letras de hierro. Wilfredo las vio balancearse, como pájaros, sobre su cabeza. Se paralizó.
- ¡No! –murmuró-: ¡Me niego a morir aplastado por la Misericordia!
Miró el reloj con angustia. La gente entraba y salía a su lado. Se sintió herido por el ridículo. Tomó aire y cruzó el arco a la carrera. Corrió como alma que se lleva el diablo hacia la escalinata del Hospital.

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Aquella bella depresión perdida...



El mes pasado, después de varios años sin verlo, me encontré con Salinis. Lo arrastré al primer bar que encontré. Me alegraba mucho encontrarlo. El tipo era el Kwai Chang Caine de los depresivos. Su mundo era un verdadero salitral. Vivía rodeado de botellas vacías ginebra, en una casa donde la mampostería caía de improviso sobre las cosas, y caía para quedarse donde había caído por décadas.
- ¿Cómo andás? -le pregunté con nostalgia. Ansiaba volver a escuchar uno de aquellos deliciosos y tristísimos discursos sobre la vacuidad de la vida. Yo los adoraba...
- Acá ando –respondió él, muy suelto de cuerpo-. Bastante normal desde que no puedo hacer más trampa...
- ¿Cómo..? –pregunté desorientada.
- El año pasado me di cuenta de lo facilongo que es el yeite ese de la depresión. Y realmente le perdí el gusto.
- ¿Yeite?!!! –me asombré tragándome unas lágrimas de decepción.
- Vos me conocés, zurita, ¿qué te voy a contar? Vos me viste haciendo el mismo truco durante veinte años. Cada vez que no le encontraba el agujero al mate, salía airoso con la sentencia: Nada tiene sentido... Es un buen truco. No te voy a negar los servicios que me prestó. Sobre todo muy elegante, ¿no?
- Y... sí... -balbucié
- Y además yo era bueno en eso, ¿te acordás? Era capaz de pasar semanas enteras tirado en la cama demostrando que el mundo es un lugar contrahecho, un verdadero suplicio para espíritus sensitivos y delicados como yo... Estaba bien... Realmente funcionaba... Pero cuando sacás el mismo conejo de la misma galera por vez número 787.084, te das cuenta de que ya no tiene más gracia...
Se hizo un largo silencio.
- ¡Caramba! -dije- ¡Me sorprendes! ¿Y entonces qué? ¿Le encontraste al fin el agujero al mate?
- ¡Noooo! ¡Qué va! Tengo varias docenas de mates alineados en la biblioteca esperando turno... La verdad que era grandioso tener un universo completo por problema... Una puta colección de mates no tiene ni medio glamour... Tendría que inventar algún truco nuevo... Pero no se me ocurre nada....
Suspiramos juntos frente a nuestras respectivas tazas de cortado. Nos miramos larga y tristemente. De pronto ya no teníamos nada más que decir. Nos despedimos con muchas formalidades, como dos completos desconocidos.
Ah... Salinis... Sin duda merece un homenaje mejor que este pobre post de esta estúpida mujercita.


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Ascetismo



Las palabras a veces me abandonan. Me largan, descalza y hambrienta, a recorrer el monte masticando bayas en una pobreza franciscana.
Me sucedió, sin ir más lejos, la madrugada de ayer. Justo cuando la noche se ponía lujuriosa y comenzaba a sonar con matices de contrabajo. Y yo no tenía una sola maldita palabra a la altura de las circunstancias.
El abandono me inquietó. Me sentí como un sordomudo que acabara de quedarse manco. Como si toda la lengua castellana se hundiera en el Atlántico. Y me desvelé.
Tuve que caminar en círculos por la casa, descalza y miserable. A falta de palabras encontré, al menos, un frasco de aceitunas. Las mordí lentamente, meditabunda, sentada a lo indio en la cama desarmada. Pero no alcanzó.
Entonces me levanté con un insomnio desesperado. Intenté capturar aunque más no fuera una vaga evocación. No sé porqué pensé en un barco escorado, la madera crujiente bajo las estrellas, hundiéndose sin ruido en el mar más sereno y cálido del mundo...
¡Ah, no..!, grité en la oscuridad: ¡Más metáforas marítimas, no! Protesté y maldije.
Medio loca y ya vencida, me lancé otra vez a la cama con el frasco de aceitunas. Entonces, de pronto, el sueño me tumbó boca abajo. Me dormí sin siquiera alcanzar una manta.
Había encontrado, al fin, la gloria de renunciar a todo al borde de la cama. La santísima gloria del asceta en la renuncia. La gloria de callarse la boca de una buena vez.
Sí, ya lo sé... ¡Qué mujer insoportable debo de ser!

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