Me desperté sin razón. La habitación estaba oscura, yo bien abrigada. Afuera se oía el viento suave y helado de la madrugada. Y de pronto tuve miedo. Un miedo violento e inexplicable.

Pasé horas acurrucada, intentando descifrar los extraños sonidos que acechaban alrededor de las paredes. Oí balazos distantes. Oí el llanto de un bebé. Oí voces de vampiros conspirando.

Ya a punto de gritar pregunté: por dios, qué me pasa. Me tapé la boca. Había recordado de repente que no estaba sola. Al otro lado de la cama, en la oscuridad, había un hombre durmiendo. Recién entonces reconocí el sonido de su respiración entre los demás sonidos. El viento rodó por los techos haciendo un ruidito burlón. Un suspiro me abandonó. El enigma estaba resuelto.

Pasé el resto de la noche acurrucada, absorta, oyendo el monótono clap -clap de una puerta que se golpeaba a lo lejos. No significaba nada.

Berreo teológico






El bienestar es un valor en ausencia. En presencia es una licuadora de almas.

La observación demuestra que el cuerpo humano no soporta ese estado por períodos prolongados. La reacción es casi inmunológica.

Necesitamos desesperadamente un poco de vidrio entre las muelas. Debe haber, en alguna parte, una maledicencia que sea capaz de reducirnos a mendigar en las vías. Debe haber por lo menos un meteoro enloquecido acercándose por el espacio. Es necesario. No hay aliento humano sin esa perspectiva.

Se deduce, por lo tanto, que el hueso del alma tiene que ser un mal. El bienestar persistente solo produce un espeso licuado de cadáveres.


En el pasillo:
- ¡Doctor! ¡Doctor! Disculpe que lo moleste sin turno, pero estoy muy asustada.
- ¿Qué le pasa Carmen?
- Escucho voces, Doctor. Me dicen ¡puta! ¡puta!. Todo el tiempo. Me van a volver loca...
- Está bien. Hizo bien en venir. ¿Cuándo empezaron las voces?
- Hace como tres meses...
- ¡Tres meses! ¿Y cómo no me dijo antes?
- Yo creía que eran los vecinos. Pero esta semana se fueron de viaje. Estoy sola. No hay nadie más en el edificio y me siguen llamando: ¡puta! ¡puta!