Cuadragésimotercero


La abuela Luisa se levantaba de la siesta a las cuatro. La veíamos pasar en pantuflas hacia la galería, con el matamoscas en la mano. Se sentaba en su mecedora y allí se pasaba toda la tarde, balanceándose en su lenta cacería.

Verla así hora tras hora te daba una pena que te ardía en la garganta.

Sin embargo cuando te acercabas la abuela Luisa daba otra impresión. Ella te recibía con una brillante sonrisa desdentada. Se mordía los labios entusiasmada señalandote las moscas muertas a su alrededor:
- ¡Cuarenta y dos! -decía eufórica, casi salvaje-: ¡Ya van cuarenta y dos!





Me anda pasando algo que, la verdad, no sé.















Mientras la mitad de mi cerebro se esfuerza por hacer algun comentario más o menos acorde a una situación, la otra mitad se me subleva. Se resiste al trabajo inútil. Solo admite emisiones del tipo: "Ahhh" "Ohhh" y "claro, claro".

A veces logro acallar al hemisferio soliviantado y terminar decorosamente alguna frase que venga al caso. Pero puedo percibir que poco a poco voy perdiendo la batalla.

¿Y ahora? ¿Ahora qué?



Ando tan perturbadita que me tomé un whisky y me puse a leer el Tratado de la Desesperación. El título me atrajo con la fuerza gravitacional de una mega estrella.

Se trataba -qué menos- del horror y la salvación. Se sostiene lo que cualquiera que se tome un whisky leyendo eso ya constató: que la felicidad no es esencial al espirítu.

Tampoco lo son la belleza, el amor o la alegría. Todo eso es vano, superficial, falso contento, dice el Tratado. En ese momento empecé a pestañear medio desorientada. Y entonces, ¿qué? -me dije-. Pero el tratadista respondió de inmediato:

Lo único definitivo es la eternidad. Y ella apunta a la desesperación. El que no ha estado desesperado no habrá existido para la eternidad.

A esa altura de los acontecimientos empiné la botella del pico y tiré el libro:
- ¿Ah, sí? ¿Y a esa señora eternidad quién la conoce? -gemí arrastrándome hasta la cama-: ¡Yo no vivo bajo su jurisdicción!

Qué pena que una respuesta ingeniosa no sea suficiente, ¿no?


Soñé que estaba en un hotel descascarado pero enorme. Tenía sexo con el mozo en el ascensor. Sexo áspero. Sin intercambiar ni el saludo.

A continuación estaba sentada a la mesa. El mozo me servía la combinación de platos incongruentes que había pedido para desayunar: kanikama con yougurt, buñuelos, costillas de cerdo, etc. De pronto comenzó a hacerme planteos agrios:

- A mi nunca me gustó hacer excepciones al menú -decía-. Nunca me gustó que me digan cómo tengo que servir una mesa, imagínese. Nunca me gustó...

Mientras la lista proseguía una cólera intensa me invadió. Le grité furiosa:
- ¿No le gustó? ¡Y a mi qué me interesa!
Y seguí gritando a viva voz:
- ¡Y no se vaya que no terminé mi pedido! ¡Ahora quiero que me traiga el menú completo!

who is calling?



Una vez al año pienso que sería capaz de escalar el aconcagua descalza por una palmadita. Pero no. Nada de eso. Ni mover la cola, ni dar la patita, ni llevar el diario a la cama. Soy más incompetente que un pekinés.

No sé porqué. No puedo decir ni que haya frialdad en mi naturaleza ni que tenga mala suerte. Yo creo más bien que mi incompetencia es pura consecuencia con una hipótesis.

Y ayer, escuché la hipótesis, con unos putos tambores yoruguas:

"cuando sepas que los pasos
que suben la escalera

de ninguna manera
vienen por vos"