El pecho a las balas



El mes de junio próximo pasado compré dos candados y me encerré en casa como un lobizón anticipando la luna llena. Se avecinaba el aniversario del asesinato de los dos piqueteros en el puente Pueyrredón, y el bicho muerto comenzaba a murmurar dentro de mi cabeza del modo más improcedente:

-“Esas banderas... –bufaba-. Esos retratos cada vez más parecidos al Ché Guevara... Uff.... Qué gran izquierda... ¡Qué grandes revoltosos, con sus banderitas y sus héroes muertos!”

Pasé momentos de pánico intentando llegar al quiosco mientras el maldito animal que me parasita la cabeza bufaba clamores de este tenor:

-“¡Ah... la gloria de recibir los balazos! Si usted, joven argentino, quiere ser un ídolo, un ícono de pelo largo... ¡nada más fácil!: Hágase cagar a tiros... Miles de zurdos lo llevarán en sus remeras...”

Pensé que la que iba a terminar sacrificada en una plaza era yo, y sin la menor gloria. Apagué el televisor, cancelé la radio. Intenté silenciarlo pulverizando Raid en mis oídos. Pero no funcionó. El animal siguió y siguió:

-“¡Aproveche ahora, muchacho! En otras épocas, ser héroe era un trabajo de porquería. Había que derrotar enemigos, liberar cautivos, matar monstruos. Por lo menos había que salvar alguna doncellita... ¡Había que vencer, caramba! ¡Puff... qué utilitarismo asqueroso!”

A esa altura se me ocurrió poner la cabeza en frezzer. Se me escarchó el pelo, pero la perorata del bicho no bajó un decibel. Peor aún, empezó a derrapar hacia el mundo helénico:

-“Ulises, por ejemplo. El tipo conquistó Troya con un caballito de madera y diez soldados. ¿Pero quién se envuelve en la bandera de Ulises? ¡Ni siquiera tuvo el buen gusto de quedar tullido! Acá no nos gustan esos héroes ilesos. ¡Queremos a los muertos! ¡Nuestros muertos nos guían e iluminan! ¡Muertos y más muertos..!”

Ya había bajado tres kilos de los nervios, cuando se me ocurrió una idea inspirada. Revisé la agenda en busca de algún militante de cualquier clase. Encontré uno de un organismo de derechos humanos. Disqué el número. El tipo no entendía nada, pero yo igual le lanzé:

-La verdad, te llamo para ver si la cortan con eso de la generación perdida. ¡Esa idea de que los mejores están muertos me tiene re-podrida!

-Ché, Kaiten –me constestó-: ¿qué tomaste vos? Tenés que tener cuidado con las mezclas, ¿sabías?

Escuché la risa del bicho crepitando entre mis parietales. Supe que al fin empezaba a olvidarse del asunto. Se había puesto a silbar un rockanroll.

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Los Ojos del Jarrón



Tuve un sueño denso como el aire de un incendio. Contenía los siguientes elementos:
1 balcón / 1 un mar rojo, espeso y espumoso / 1 jarrón que se rompía.

El sueño se fue desenrollando a lo largo de los días siguientes, de a poco, el muy traidor. Lo primero fue el balcón. Mientras desayunaba reconocí el balcón del segundo piso de la calle Obligado. Lo conozco bastante bien como para asegurar que no da a ningún mar, de ningún color, sino al viejo edificio del Comercial N°3.

Al día siguiente era domingo. Durante el almuerzo familiar la radio anunció un accidente ferroviario. Entonces mi abuela, con esos ojos oscuros y extáticos que pone a veces, pronunció una de sus frases favoritas: “¡Ahh... Eso debió ser un mar de sangre..!”.
Casi me caigo sentada. Mi abuela se las arregla para evocar sus benditos mares de sangre cada vez que puede. ¿Cómo no me di cuenta? El mar rojo del sueño, espeso y espumoso, era, literalmente, un mar de sangre.

Zafé lo más temprano que pude de la maldita rutina familiar y llegué a casa extenuada, quizás bastante perturbada. Decidí meterme en la bañera. Abrí la canilla para que se llenara y me fui a preparar café. Cuando volví ya estaba casi llena y, por segunda vez en el día, quedé petrificada. De pronto me acordé.
En el segundo piso de Obligado sucedió una vez un aborto espontáneo. Yo estaba de viaje en ese momento y me enteré por teléfono. Cuando llegué, con el bolso al hombro, agradecí no haber presenciado nada, ni dolor, ni gritos ni llantos. Creí que los médicos del hospital ya me habían ahorrado todo el asunto, hasta que entré al baño, y vi la bañera llena de agua vieja, sangrienta y espumosa.
Todavía la veo. Me quedé sentada sobre la tapa del inodoro, balanceándome, contemplando hipnotizada ese pequeño mar de sangre. Esa era la parte que me tocaba a mí. Y no sabía que carajo hacer con ella.

Recién esta mañana me acordé del jarrón que se rompía en el balcón, desparramando su contenido. Estaba lleno de ojos en formol. Ojos arrancados, con el nervio colgando como una cola. Ojos que rodaban hacia el mar con todas sus visiones a cuestas.

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Dios mío...



Dios mío... Es sábado, 3:00 AM, acabo de llegar a casa. Debería tirarme en la cama, hacer o pensar o beber algo interesante. O, simplemente, saborear la noche fumando en la oscuridad. Pero no puedo. No puedo acallar al bicho muerto.
- "Nooooo... –grita ofendido en lo más profundo-. El verbo ‘fulgurar’, el adjetivo ‘prístino’ y el sustantivo ‘fanal’... ¡Todos juntos la misma noche! ¡Son delincuentes! No basta quince años de trabajos forzados para esa gente... ¡No, no basta! ¡Esos poetas tienen que pagar el daño a mis oídos!”
- Si... –suspiro intentando la tolerancia-. Tenés razón... Pero son mis amigos...
- ¡¿Amigos?! –ruge-. Ahá... Me parece muy bien... Hay que estar del lado de los amigos. Jejé... Y aquí tenés la oportunidad de demostrar tu amistad. Jejejé... ¡Precisamente esta noche vas a pagar por ellos!
Es verdad, tiene razón, me rindo.
Lo mejor será que me prepare unos mates, me ponga el salto de cama y me disponga a pasar la noche en blanco, oyendo la malévola música de su ira. Después de todo se lo merece. Porque al final, cuando todo termina, el bicho muerto es siempre el único que queda a mi lado.


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Canastas



La semana pasada Silvia me arrastró a una clásica reunión de mujeres. Entré bajo amenaza. Tenía la obligación de portarme civilizadamente y hacerla quedar bien. “Es parte elemental de la socialización”, me aseguró.
Pronto se descubrió que, aparte de jugar decentemente a la canasta, yo no podía quedar ni bien ni mal. La conversación derivaba por temas mucho más inextricables para mí que la física cuántica: Tiendas de ropa, marcas de lencería, peluquerías de moda, rutinas de gimnasio y restaurantes exóticos... El porcentaje de palabras que alcanzaba a reconocer era menor que en una película japonesa.
Al fin llegamos al tema universal: Hombres. De pronto, mi comprensión del vocabulario mejoró bastante. Para mi desgracia, porque se largaron a intercambiar detalles de un calibre de grosería increíble. Y yo, la de los malos modales, ordenaba mis cartas poniédome colorada como una novicia.
Una rubia muy escotada intentaba prevenir a sus amigas. Su novio, entusiasta de los implementos, se obstinó en que no podían dejar de explorar el clásico de los clásicos: la banana. Eligió una con buena forma, la lavó, le mordisqueó la punta y, por si hubiera fricción, usó un lubricante. Le encantó el asunto.
Mientras todas escuchaban entre suspiros y grititos nerviosos yo cerré la mano de cartas que tenía y me las puse discretamente entre los dientes en previsión de lo que vendría.
- ¡Ni se les ocurra probar! –aconsejó la rubia-. ¡Fue un desastre! La banana se hizo puré. No había manera de sacarme esa pasta de ahí adentro. Al final terminé en el sanatorio, dando explicaciones... Un bochorno...
Para entonces ya me había tragado una pierna de reyes, pero no había emitido el mínimo sonido, ni una sola sonrisa había escapado a mi control. Entonces Silvia preguntó:
- Pero... ¿Vos estás saliendo con el tipo ese que es ingeniero?
- ¡Sí, claro! –asintió la rubia. Silvia frunció la nariz antes de continuar:
- Yo lo conozco a Rodolfo... Hace control de calidad... Hjem... "Resistencia de materiales", para ser más exactos...
Fue demasiado. Estoy segura de haber roto algún mueble en la desaforada carrera con que abandoné el departamento.
Entre los miles de millones de habitantes con que cuenta este planeta, sinceramente, cinco o seis más que no me saluden, ¿qué daño me puede hacer?

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El lugar de la paliza




Quizás por mantenerse en sintonía con las noticias de anteayer, Warner está reemitiendo unos capítulos viejos de E.R. Aquellos en los que Kovac y Carter, intentaban aturdir la angustia poniendo el cuerpo en un puesto sanitario en el medio del Africa.

El Africa es el Africa. El lugar de la paliza. El rincón del mundo donde todas las sospechas se confirman: Que la vida no vale nada. Que un brazo, un hijo, una costumbre, no valen nada. Ni siquiera el sacrificio vale nada. Y el enorme esfuerzo de comprensión que se repite por millones en los ojos de los niños, tampoco vale nada.

Nada de eso me resultó del todo novedoso. La batalla contra la muerte y la miseria también se pierde en el County General de Chicago, capítulo tras capítulo. Pero había algo en ese episodio, tal vez el clima, tal vez el horario de la transmisión, no sé... En todo caso había cierta falta de decoro que me obligó a quedarme frente al tele hasta el final. De pronto me pareció que toda la obstinación de Carter en ese hospitalucho africano estaba puesta en una cuestión de precedencia. Y no era completamente irrazonable la posición del muchachito: la derrota no debería preceder a la batalla. Eso produce un desorden insoportable.

Al mitad del capítulo, ya delirando de sueño, me imaginé que encontraba una metáfora. Por la noche los doctores blancos agotados, sudorosos, rodeados de palanganas de sangre en un hospital sin paredes ni electricidad, se sentaron cabeza a cabeza frente a unas latas de cerveza. Era la hora de emborracharse. Una mujer bonita, brillante de transpiración, bebió con ellos. Y después los dejó con una invitación flotando en el aire: “Me voy a dormir. Y espero que alguien me acompañe...”

Carter, el muchachito decoroso, balbuceó sonrojado, enredado en sus civilizadas cuestiones de precedencia entre machos. Pero Kovac es un perro croata apaleado que ya perdió todo. Y a esa hora de la noche, quizás afiebrada, me resultó rigurosamente lógico su papel. El exiliado, el despojo inteligente hundido en el barro, la amarga conciencia de que la vida no vale gran cosa, ese es el único hombre en condiciones de balancear la botella, encogerse de hombros y aceptar la invitación.

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La vergüenza



En el verano, huyendo del domingo familiar, fuimos con un primo a buscar una laguna de la que nos habían hablado. La encontramos, en el medio del monte. No había un alma. Nos pusimos a chapotear en la orilla como chicos. Mi primo buceó buscando el fondo, pero no lo encontró. Salió sorprendido. Era una laguna chica para ser tan profunda.
Finalmente nos decidimos a cruzarla. Había sol y los caranchos sobrevolaban el cielo con elegancia. A mitad de camino pensé en el lecho barroso que reposaba muy lejos de mis pies. Y me pregunté qué podría haber allá al fondo.
Esa fue una mala pregunta. Cada año, para el día de los muertos, yo tiro flores al Paraná. Sé exactamente lo que puede haber flotando, o disgregándose, o resbalando jabonosamente en las profundidades del agua barrosa. Y al pensarlo sentí el miedo me apretaba la boca del estómago.
Me hundí. No podía creerlo, pero a más me esforzaba más me hundía. Quise gritar y tragué agua. Me desesperé buscando aire, pero ya no sabía dónde estaba la superficie. La asfixia dolía. Al mismo tiempo era conciente, con mucha vergüenza, de la gigantesca estupidez de lo que me estaba pasando. Supe que me iba a pique.
No sé qué pasó. Sentí el aire pujando por entrar en la garganta, tosí como una epiléptica. Los oídos me explotaron y escuché la voz de mi primo que me suplicaba que me agarrara de su cuello. Me sujeté. Traté de quedarme quieta. Al fin volví a respirar normalmente. Entonces me di cuenta de que mi primo nos sostenía a los dos a flote temblando como una hoja. Y me largué a llorar.
A mi primo también se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no lloraba conmigo. El lloraba de agotamiento. Lloraba calculando las probabilidades de que yo lo arrastrara al fondo de ese pozo de barro. Más todavía, calculando las probabilidades de que alguien encontrara su cadáver.


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