Ultimamente no tengo tiempo ni para leer el diario. Y en cambio me persiguen unas fantasías sexuales increíbles: Me encuentro con hombres que no me gustan y en situaciones que no me calientan.

Ya en el medio de la fantasía me percato de que tengo algún problemita, así que intento ponerme las pilas. Pero no. No hay caso. Esos hombres de mis fantasías no tienen ni media onda.


Hay que cuidarse de los grandes pensadores.

Era San Agustín, si mal no recuerdo, el que concluyó que la corrupción conduce al bien. Indiscutible. Una vez que algo se ha corrompido por completo, lo que queda al final, es, seguro, incorruptible.

En las antípodas, el solitario Satie pensó cosas casi tan raras como San Agustin. Inventó su Música de Mobiliario, que se toca para que nadie escuche. Y escribió "para no ser leídos", en sus Cuadernos de un Mamífero, cosas así:

"En los márgenes del río
un viejo mangle lava lentamente sus raíces,
repugnantes de suciedad.
No cae la noche."


He sido sorprendida por la enormidad de problemas legales que acarrean los monstruos.

Ha habido criaturas con dos cabezas y solo cuerpo. También criaturas con un cuerpo y dos cabezas. Y entonces se arma la discusión: ¿Hay que hacer un bautismo o dos? ¿Cuántos matrimonios se permiten? ¿Cuántas partes de la herencia le corresponden?

Después están los siameses, que son bastante comunes incluso. Y cuando uno de ellos comete un delito: ¿hay que meter preso al hermano inocente junto al tránsfuga o hay que dejar impune al delincuente?

Como si faltaran problemas, también hay hermafroditas. En caso de guerra: ¿los reclutamos o no los reclutamos? ¿Pueden hacerse curas o no?

Por eso los juristas medievales, gente muy práctica, preferían ahogarlos apenas nacidos. Sin embargo, a pesar de esta política de prevención, en cierta ocasión se descubrió una pareja de hermafroditas casados entre sí. Y se armó el caos.

Ya que cada uno de los hermafroditas tenía relaciones con los dos sexos del otro: ¿había que considerarlos sodomitas, lesbianas o adúlteros? Por las dudas los quemaron vivos y esparcieron las cenizas al viento.


Hace un par de días me levanté con la sensación de ser una extraña. Como si de pronto fuera rubia, arquitecta o un metro y medio de cable. Una experiencia bastante incómoda.

Se me vinieron a la cabeza unas afirmaciones medio drogadas del Coronel sobre lo que él llamó: "la discontinuidad del yo". Argumentaba que el "yo" que había decidido casarse la semana anterior no era exactamente el mismo que nos lo estaba contando esa noche.

Creí encontrar ahí algo semejante a lo que estaba experimentando, así que -fijense la estupidez- llamé al Coronel para que me desarrollara un poco el concepto.

Obviamente, me contestó que esas habían sido afirmaciones del momento. El ya no pensaba eso.

Me pasé las últimas noches tumbada bajo un alero, en medio de una montaña, leyendo envuelta en una frazada. Había un zorro que se acercaba a mirarme. Cada tanto yo levantaba la cabeza del libro y el zorro me decía: - ¿Qué mirás?




Border propuso un título: "El hijo bastardo e idiota" que me anduvo resonando en la cabeza. Me sonaba redundante. ¿Quién reconoce a un idiota? El idiota es un bastardo por definición.

Imaginé a los padres que en un rincón de sus almas no pueden dejar de culparse uno al otro. También imaginé a otros buenos padres, trajinando sin descanso en busca de la receta que liquide la idiotez en su hijo. Porque la idiotez no es su hijo.

Después caí en la cuenta de que hasta la ley los trata como bastardos. Todos tenemos derecho a reventar la herencia de nuestros padres en el berretín que se nos cante, menos ellos. La herencia se mantiene a salvo del pobre idiota.

En fin, que en este mundo nadie se hace cargo de los idiotas, excepto yo, caramba. Porque yo he cuidado con pasión a una larga lista de idiotas en mi vida. No vale la pena disimular. Es una perversión sexual. Por dios... ¿qué clase de degenerada soy?