Me pasé las últimas noches tumbada bajo un alero, en medio de una montaña, leyendo envuelta en una frazada. Había un zorro que se acercaba a mirarme. Cada tanto yo levantaba la cabeza del libro y el zorro me decía: - ¿Qué mirás?




Border propuso un título: "El hijo bastardo e idiota" que me anduvo resonando en la cabeza. Me sonaba redundante. ¿Quién reconoce a un idiota? El idiota es un bastardo por definición.

Imaginé a los padres que en un rincón de sus almas no pueden dejar de culparse uno al otro. También imaginé a otros buenos padres, trajinando sin descanso en busca de la receta que liquide la idiotez en su hijo. Porque la idiotez no es su hijo.

Después caí en la cuenta de que hasta la ley los trata como bastardos. Todos tenemos derecho a reventar la herencia de nuestros padres en el berretín que se nos cante, menos ellos. La herencia se mantiene a salvo del pobre idiota.

En fin, que en este mundo nadie se hace cargo de los idiotas, excepto yo, caramba. Porque yo he cuidado con pasión a una larga lista de idiotas en mi vida. No vale la pena disimular. Es una perversión sexual. Por dios... ¿qué clase de degenerada soy?

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