Aparición


Sobrevivo como un gusano atrapado en el barro de una maceta. Y cada mañana agradezco devotamente la maceta. Porque me he librado para siempre de las cosas más terribles.

Me he librado, por ejemplo, de las pendejadas del amor y hasta de los feos terrores de la eternidad. Me he librado incluso de la desesperación.

¿Y ahora, por dios? ¿Ahora qué? ¿Qué clase de vida se vive sin terrores? ¿Qué fantasma sediento es este que gira y gira como un globo sin el impulso de la desesperación?




El mozo que conoce la hora de tu muerte atiende en Paraguay y Pueyrredon


Sandra llegó veinte minutos tarde, corriendo por la avenida, y entró al bar gesticulando como un sordomudo.
El mozo se le plantó al lado de un modo tan categórico que logró una desaceleración muy similar a un aterrizaje sobre portaviones.
Sandra levantó la cabeza calmada y le preguntó:
- ¿Me queda tiempo para un café?
- Totalmente –respondió el mozo y se esfumó un segundo antes de que nosotros largáramos la carcajada.
- ¿De qué se ríen?
- ¡El caballero no sabe dónde y a qué hora nos esperan, Sandra! –intentamos explicarle, pero ella tenía la vista perdida:
- ¡Pero sabe qué responder! –decía alucinando-: ¡Un hombre que sabe qué responder!

La semana siguiente decidimos volver al bar del mozo sabio. Cuando se paró al lado de Carolina con la lapicera en la mano, ella lo miró a los ojos y le preguntó sin vacilar:
- ¿Qué quiero?
- Lemon pie –respondió él-. ¿Lo va acompañar con un café?

C.P.R.



Era viernes. Hacía calor. Subí al taxi. Recordé que tengo que poner pantallas en las lámparas, pero, ¿qué me importan las pantallas? Subí las escalera de Florida con la lengua afuera. Pagué la nueva lectora de CDs maldiciendo la poderosa ingeniería de lo efímero. ¿Qué más da? En ese momento hubiera pagado lo que me pidieran por esa lectora. Esperaba con ardor que un chorrito de láser me rescatara de una semana escalofriantemente estúpida y vacía.
Por la noche abrí una cerveza y puse, por fin, buena música. Subí el volumen hasta ensordecerme. Y ahí estaba. Ahh... Al fin... Un alivio instantáneo me recorrió el cuerpo como el picotazo de una anguila. Las vértebras crujieron. Y aunque no creo en la resurrección de la carne, algunas vísceras volvieron a latir.


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Falling Rocks



Llamó mamá:

- Hijo -dijo con una extraña emoción en la voz-: ¿No querés que te mande unos pesos?

- ¿Eh? ¿Para qué?

- No sé... Estaba pensando... A lo mejor estás necesitando...

- No, vieja. Vos no te preocupes. Si tengo problemas te llamo...

- ¿Estás seguro?

- ¿Y a vos qué te pasa hoy? –pregunto Eduardo alarmado. La actitud de su madre le empezó a parecer rara.

- Me da tanta pena, hijo –se le quebró la voz-. Estoy acá, pensando lo mal que te ha ido en la vida...

Eduardo tuvo un ataque de tos que lo dejó violeta. Algunas revistas se cayeron de la mesita. Cortó la comunicación y corrió a mirarse al espejo.

El mismo espejo que esta mañana reflejaba un tipo joven, inteligente, con un futuro por delante, ahora no mostraba nada. Nada de nada. Pasó una toalla por el vidrio para desempañarlo. Pero no mejoró gran cosa. Todo lo que alcanzó a ver fueron unos ojos de criatura desorientada bajo el vapor.



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Bajo tierra



Hoy estuve en una de esas reuniones a las que uno cree sobrevivir gracias a dos aspirinas. Pero se sobrevive en apariencia. Solo en apariencia.

Se pusieron a discutir airadamente sobre un tema de actualidad, supongamos, el uso de psicofármacos. Mala suerte. Porque da la maldita casualidad que yo tengo un doctorado y varias publicaciones, justamente, sobre (supongamos) el uso de psicofármacos.

Escuché atentamente los argumentos y las explicaciones superficiales que se daban unos a otros. Escuché el entusiasmo con que se interrumpían unos a otros. Y me quedé muda, abrazada por las sospechas.

Sospeché que nada de lo que mi tonta erudición pudiera aportar tenía el menor interés. Sospeché que no es de antidepresivos que se discute cuando se discute de antidepresivos, ni de peronismo cuando de peronismo, ni de protones cuando de protones... Tuve un escalofrío.

Escuché las voces atravesando el espacio, empujándose y acariciándose. Escuché voces vibrando como motores, hociqueándose, provocándose en las curvas del aire. Y al fin escuché, nítidamente, el ruido de las bacterias formando caries en las bocas.

Entonces me puse a cavar con fuerzas en la tierra húmeda. Cavé arrancándome las uñas hasta la tumba anónima del tuberculoso. Me tendí allí, con la lengua inflamada, sangrienta e inútil. Y cerré los ojos.



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Déshabillé

Lunes, 01:00 am., cine Lorca. Terminó una puta película francesa y salí al desconcertante basural de la calle Corrientes. Me despedí de mis acompañantes apresuradamente. Caminé hacia el bajo, solo por enfriarme un poco la cabeza. Entonces reconocí a Carolina. Estaba parada, solita, en la esquina de Montevideo, entre los cartoneros, con esos anteojos de chicata total. El viento le hacía flamear el perramus de nylon y la bufanda roja.

-¿Cómo andás? –pregunté por rutina.

-Estoy muy preocupada por una boludez que me pasó anoche... No vale la pena...

-¿Sí..?

-Me mintió. Estoy segura de que me mintió. Se lo noté en la voz... Y me pone muy loca, porque no entiendo porqué me mintió...

-Ah... Bueno... yo...

Ya éramos dos paraditas en el viento de la esquina. El aire helado y los cartoneros se movían alrededor como un mar agitado. Y Carolina siguió:

-Me usó una resma de papel. Yo sé que él la usó. Estuvo imprimiendo un proyecto en mi casa. La resma estaba al lado de la impresora. Cuando la necesité, lo llamé por teléfono. ¡Me contestó que él no la tocó! ¡Si hasta estaba el envase abollado en el suelo! ¿Porqué me lo niega? Estoy furiosa y desconcertada...

Intenté calentarme las manos con el aliento y no tragar el pelo que el viento me metía en la boca. No entendía bien qué hacíamos las dos clavadas como mariposas al poste de la esquina. Tampoco había adónde esconderse. Solo quedaba huir hacia adelante:

-Si él confesaba que la usó, vos lo ibas a putear, ¿no? –le pregunté.

-Y sí, claro... Tuve que salir a las 12 de la noche a comprar papel. ¡Claro que lo iba a putear! Pero tampoco lo iba a matar por eso... Yo tenía una confianza ciega con él, hasta le di una llave de mi casa... ¿Y ahora qué hago? ¡Cómo puede mentirme en la cara por tan poca cosa!

Suspiré en la oscuridad, casi avergonzada:

-Y bueno... Pobre viejo lobo... Yo me hago una idea. He estado ahí un par de veces...

-¿Ahí adónde? Explicame, por favor.

-Mirá Carolina, hay días que yo no me limitaría a mentirte a lo perro. Mataría a mi madre, descuartizaría niños, fusilaría a Teresa de Calcuta... No sé qué no haría con tal de no escuchar un solo reclamo más...

Carolina se quedó quieta en la esquina, mirándome con sus ojos miopes abiertos como latas de duraznos. Sabía que tenía que cerrar el pico, pero no pude:

-A veces no hay justicia que valga. Condenenmé a lo que quieran. Pero cueste lo que cueste y caiga quien caiga, yo me niego a escuchar un solo reproche más.

Entonces sí me callé la boca. Busqué con la mirada un taxi que me sacara de ahí. No había ninguno. Un crío mugriento salió del basural y pasó rajando en zigzag por el medio de la avenida. Otros tres lo perseguían.

-Gracias –dijo Carolina al fin-. No lo había pensado así... A lo mejor yo también me pongo un poco moralista.

Qué noche de mierda, pensé.

-Me sorprendiste -agregó-. Nunca te había imaginado a vos, así, como de...

-¿De qué? –pregunté con repentina arrogancia.

-No sé... así... Como de segunda selección...

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Gogofrenia



El aire está infectado de unas leyendas eróticas más molestas que las ladillas. La enfermerita de lencería inmaculada, el camionero salvaje en la ruta 11, ayayay... Ni hablar de la azafata desenfrenada en el lavabo del avión, o el depravado profesor seduciendo virgencitas... puff... A veces me desoriento. Sinceramente, no sé si abandonarme a la nausea o dedicarme a repartir gaseosas con cicuta. Aunque quizás, claro, el problema sea yo. Quizás, simplemente, debería pedir asilo en el cotolengo de una vez por todas.

Siendo estudiante una vez se me ocurrió cursar Neurobiología. A los diez minutos de la primera clase ya era evidente que el profesor sabía una cosas inimaginables, es cierto. Además, de yapa, tenía los vaqueros muy sucios y cuatro pelos mal afeitados en la cara picada de viruela. Era una especie de lagartija flaca y despeinada que hablaba con mucha elocuencia y pésima gramática.

Concentrado en su discurso, el tipo intentó sentarse en la mesa. Tuvo mala suerte. La tabla estaba suelta. Apensa se apoyó giró en el aire y se le vino estrepitosamente encima. Los alumnos de la primera fila sacaron al profesor de bajo la tabla y la volvieron a colocar sobre las patas desnudas. El pareció confundido o abochornado, pero volvió a hablar de la síntesis de neuropéptidos sin siquiera intentar acomodarse el pelo.

Al poco rato se separó de la pizarra abstraído y, guiado por la costumbre, intentó sentarse en la mesa. Esta vez sus reflejos fueron más rápidos. Saltó a tiempo para no quedar sepultado bajo la tabla. Estiró las dos manos deteniendo a los alumnos que se ponían de pie. Recompuso él sólo la mesa y siguió hablando.

Pasada la mitad de la clase, olvidado del incidente, se sentó por tercera vez en la mesa. Un murmullo azorado invadió el aula. Esta vez hasta alcanzó a barajar la tabla en el aire antes de que se estrellara en el suelo. Pero fue peor. Quedó atrapado sosteniendo la mesa en equilibrio inestable. Nuevamente, la primera fila debió levantarse para rescatarlo del aprieto.

Cuando terminó la clase me acerqué a preguntarle por mi condición de alumna de otra carrera. Sus ayudantes recogían las filminas y guardaban el retroproyector muy divertidos.

-Buenas noches, profesor –dije. Me detuvo antes de que pudiera formular mi duda:

-García, de Antropología, ¿vos lo ubicás? –Asentí con la cabeza. Continuó-: El otro día me decía que la única razón para dedicarse a la docencia es que a uno le gusta tener público. La verdad, con estos sueldos, debe haber alguna razón oculta... García dice que él sigue dando clases porque su verdadera vocación, en el fondo, es ser un seductor...

Yo lo escuchaba sorprendida. El bajó la cabeza y contempló la mesa poniéndose rojo como un semáforo. Agregó muy apenado:

-Parece que mi verdadera vocación es hacer el ridículo...

Le propuse de inmediato una cerveza, para pasar el mal trago. Yo ya no podía pensar en nada más que en pasar la noche con el profesor.

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