Se conocen dos tipos de violencia. Una es la violencia que funda un derecho. Otra la que conserva un derecho. No hacen falta los ejemplos clásicos de invasiones o revoluciones.

El pendejo que te tira del colectivo funda su derecho al teléfono celular. El cana que lo caga a tiros conserva tu derecho al celular. Y vos escribís tus mensajitos convencido de que no tenés nada que ver con ninguna clase de violencia.

Milenios de civilización no parecían haber inventado más que eso, hasta que Walter Benjamín cayó sobre mi.

El ignoto berlinés supone la posibilidad de un tercer tipo de violencia, una desconocida hasta ahora, de la que no habría ejemplos históricos. Parece una noción rara, que llama "violencia divina" por su semejanza con el rayo que fulmina. Algo así como una violencia gratuita, que solo aspira a destruir. Me esforcé en leerlo y re-leerlo, pero en fin, mejor no hablar al pedo porque no lo entendí.

A falta de un entendimiento que iluminar, Benjamín se conformó con ser el rescoldo de mis pesadillas. Algo me despierta a la madrugada, al borde del grito, y sé que es ella, esa violencia que no quiere nada.






(No lo soñé.
Se enderezó y brindó a tu suerte.))


Amarga como una ortiga, royendo el hueso del infortunio, ayer resbalé hasta el fondo de la bañera. Los sonidos distorsionados excitaron entre mis miserables neuronas un recuerdo feliz. Qué digo feliz: glorioso.

Me lenvanté y me senté al borde de la bañera, chorreando agua, como si me hubieran abofeteado.

Había azulejos blancos, un alto de toallas blancas dobladas y mucho vapor. Había un botiquín sin espejo y un lavatorio de loza manchado de óxido. Una mano demasiado experta me hacía rotar la nuca bajo el agua caliente. Sobre el lavatorio había una tijera kelly curva.

Salí del agua tiritando y desamparada como un perro, pero serena. A su modo, me tranquiliza constatar que de toda aquella vieja felicidad no queda más que un paisaje hospitalario.


Alguien se soltó del último hilo que lo retenía entre nosotros, los libres del mundo. Me apena decir que no volverá.

Es alguien que se rindió. Alguien que, agotado de todo, se abandonó a sus deseos. Deseó y cayó en espiral hacia el último chiquero del rechazo. Alguien que entregó la ropa y la bandera. Y así, vencido, desposeído, apaleado, mendigó. Se humilló y se regaló.

Es alguien que ya no es dueño de nada. Alguien que no es dueño sí mismo. Alguien que, revolcándose en el barro más oscuro, terminará por reírse de nosotros.


Hablando de las cosas fuera de lugar, ayer me acordé de algo que quizás explique la historia de mi vida.

Yo ya no tenía 16 años y estaba tumbada en un sofá con un muchacho que me gustaba. Era un chico cariñoso, tanto que cuando quise acordar me estaba besando el cuello. Eran esos besos sonoros y rápidos, como disparos de ametralladora. Muy sorprendida, y sin un miligramo de cerebro conectado a la lengua, comenté:
- ¡Uy! ¡Así eran los besos de mi tía Chiche!

Jejé. Eso se llama ubicuidad. Y después me vienen con la teoría de que las cosas no tienen un lugar.


Soñé que estaba sentada en la falda de un cura.
La mezcla de júbilo y vergüenza con que me desperté fue encantadora.
Por un instante, a mitad de camino entre un mundo y el otro, me vino a la cabeza: "Al fin las cosas han vuelto a su lugar...".

No tengo idea de qué querrá decir eso. Pero apenas abrí los ojos supe fehacientemente que no. Las cosas siguen fuera de lugar. Cualquiera que este sea.