Banderines



En la plantación se vivía en la creencia de que la guerra dependía de la salud, los caprichos y la ira del amo Richmond. El desierto, en cambio, no es un territorio sin ley. Allí no hay lugar para el más mínimo capricho. Allí, el hombre más poderoso, el Pistolero, se mantuvo de pie bajo el azote de la arena como cualquier lagartija. Y murmuró entre dientes:
- No hay que atacar a los gitanos...
Pero las matanzas seguían su propia rutina. En la caravana había caballos, carne salada, telas. En el desierto miseria y ninguna voluntad más que la de la tormenta seca.
Una bocanada de aire calcinante elevó toneladas de arena. El espacio se convirtió en una cortina espesa. La visibilidad era nula. Los gitanos se doblaban como naipes tratando de avanzar contra el viento. Bastaba quedarse quieto unos minutos para ser sepultado bajo un médano.
Johnny se lanzó a correr agachado y zigzagueando entre las carretas:
- No se ataca a los gitanos... -repetía con la barba embarrada de sangre y arena, mientras cortaba a machetazos cuantas patas de caballos quedaban a su alcance.
De pronto las viejas levantaron sus polleras de colores y sacaron enormes escopetas de entre las piernas. Empezaron a disparar desde los carromatos. Un enjambre de niños mugrientos se atrincheró en el fondo. No apuntaban, pero eran docenas. Los gitanos viajaban armados hasta los dientes.
- Y son peligrosos... -repitió Johnny entre dientes, tumbado boca arriba bajo las ruedas de una carreta. Giró velozmente sobre su cuerpo, acertó en la garganta del conductor, y volvió a desaparecer bajo las ruedas. Se acarició un tajo en el cuello:
- Además traen mala suerte... -murmuró.
La confusión era completa. Johnny intentó guarecerse tras una carreta tumbada. Bajo la lona encontró a una parturienta. Sus gritos eran inaudibles en medio del tiroteo y la tormenta. Se inclinó asombrado sobre la mujer. Le puso una mano sobre la frente. La escuchó gritar y empujar de modo incontenible. Le cerró suavemente los párpados y le descerrajó un balazo en el ojo derecho.
Después se sentó en suelo, junto al cadáver, perplejo. Asistió al último tramo del parto que siguió su curso en silencio. Libre de esfuerzo y dolor, el trabajo le imprimía al cuerpo de la mujer una inquietud extraña. Al finalizar el Pistolero cortó el cordón con su navaja y observó al feto berreante sobre la arena sucia. Lo levantó con una curiosidad animal, como si no comprendiera del todo de qué se trataba esa excrecencia extraña.
Se puso de pie de pie de un salto y miró a su alrededor. La tormenta había terminado. Y ellos también. Los montañeses organizaban el botín. El Piel Roja se abocaba a su macabra tarea entre los cadáveres. Johnny silbó llamando a su caballo.
Montó y partió al galope. La criatura quedó tirada en medio de una estela de cueros cabelludos sangrientos que flameaban en la arena como banderines sucios.

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Sopor



Ayer fui a ver a una vieja tía. Había amasado pasta. Me mostró sus flores. Me hizo el relato de todas sus dolencias y de la ignorancia de todos sus doctores. No entendí bien, pero no importaba, solo había que asentir. A los quince minutos ocurrió: Un sopor demoledor me aplastó sobre la mesa.
No era la única. Mi primo, el hijo favorito, también estaba de visita. Se recostaba sobre la silla con la vista clavada en el televisor. No lo veía, estoy segura. Simplemente permanecía en casa de su madre una hora a la semana, ausente.
La tía ha sido una mujer magnífica, divertida, a la que yo le debo mucho. Me pareció miserable abandonarme así al letargo durante la visita. Pero no podía sobreponerme. De pronto recordé a mi abuelo.
A los 86 años el viejo me comentó que le sucedía algo extraño. Pasaba los días ansiando ver a sus nietos, hasta contaba las horas. Y sin embargo, apenas llegábamos, perdía el interés. Me lo explicaba con asombro y preocupación. Era como si nuestra visita fuera poco real, apenas una sombra de la visita que él había esperado. Por eso nos dejaba con la abuela y se iba a cortar el pasto. Listo para empezar a esperar otra vez.
Entonces logré levantarme. Me acerqué a la tía con la excusa de ayudarla a lavar los platos. Escruté el reflejo en sus ojos miopes y entendí la causa del sopor: Yo no estaba ahí.

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Consecuencias



Al Flaco San se le ocurrió un verano enseñarme a jugar al ajedrez. Trajo el tablero y un par de libritos. Me explicó algunas aperturas con nombres rusos y consideró que podíamos empezar.
Yo jugaba con las blancas. La tarde iba tranquila. Hasta que el Flaco movió la reina. Con cara de académico evaluando al discípulo me desafió:
- ¿Y ahora?
Miré el tablero tratando de imaginar las consecuencias de ese movimiento. Y de pronto, me angustié. A más me concentraba en las piezas menos podía pensar, o más bien, más me negaba a pensar.
- ¡Ay, Flaco! –protesté al fin levantándome-. Este juego es demasiado complicado para mí...
El me miró extrañado. Insistió un par de veces, pero no hubo caso. Yo me había puesto completamente necia. Decepcionado, el Flaco San reflexionó:
- Nunca pensé que vos entraras en la categoría de los que acusan a las cosas de ser difíciles cuando les cuesta entender... Más bien creí que serías de los que exigen un poco su propio entendimiento...
Abrí la boca para responder con acritud cuando escuché un susurro en mi cerebro:
- Jejé... Se cree que él sabe lo que sucede con tus pobres entendederas... ¡Qué Santo más engreído!
Suspiré casi aliviada. El bicho muerto, por una vez en la vida, parecía estar de mi lado. Y él era un digno oponente para el Flaco San.
- ¡Claro que se trata de echarle la culpa a las cosas! Eso es lo que hace la gente cuando se pone estúpida –siguió el bicho-. ¿Y de dónde saca este sujeto que se trata de inteligencia? Si necesita andar acusando a las cosas, será porque la estupidez es más un problema de responsabilidad que de materia gris. ¿No?
- ¿¡Qué?! –exclamé atragantándome.
- ¡Claro que sí! –me contestó el Flaco pasándome el mate-: ¡Ya vas a ver que es fácil de entender! La semana que viene jugamos otro partido...
- Jejé... –intercaló el bicho muerto-. No va a haber más partidos, profesor. Kaiten no quiere saber nada del asunto. ¡Quién se hace responsable en este juego! Escuché por ahí que hay jugadores que pueden calcular todas las posibilidades hasta con siete jugadas de anticipación. ¿Siete? ¿Y qué hacemos con eso? ¡Las consecuencias de cada movimiento son incalculables! Peor aún: ¡Irremediables! ¡Hay que andar cargando con un cantidad incalculable de muertos! ¡Hay que perder una cantidad de brazos y piernas incalculable! ¡Jajajá! ¡El ajedrez es un juego para mí! –de pronto el bicho muerto pareció entristecerse.
- Pero aquí, la querida kaiten, no jugará ajedrez. Ella no puede soportar las consecuencias de sus actos. Ni siquiera soporta saber que sus actos tienen consecuencias...

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Desierto



Sangre, sangre y solo sangre. Esos hombres no querían volver a enfrentarse entre sí. Fue la matanza más descomunal que se vio en el desierto. Apenas un puñado de ladrones de cadáveres quedó en pie. Los montañeses los persiguieron con saña.
Al cuarto día de carnicería Johnny, el Pistolero, desistió de contar cadáveres. Los hombres se tumbaron sobre el suelo, agotados, doloridos y horrorizados hasta el llanto. En cambio él caminó solitario, silbando despacio, preocupado por la cuenta perdida.
En una pequeña hondonada yacían varios cadáveres amontonados. Johnny se detuvo. Vio un ligero movimiento, como si una brisa aleteara sobre la ropa de los muertos. Pero en el desierto no hay brisas. Una bandera tiene la misma movilidad que las piedras.
Bajó patinando en la arena y empujó los cuerpos con las botas hasta descubrir a Jerónimo. Temblaba demasiado para pasar inadvertido. Johnny se agachó sobre él. Le sonrió. Jerónimo empezó a chillar.
- Tanto tiempo... -saludó el Pistolero y le extendió la mano. Empapado en sangre ajena, Jerónimo logró cerrar la boca pero no mantenerse en pie. Johnny lo sostuvo. Le señaló compasivo el inmenso banquete de buitres que los rodeaba:
- ¿Ves todos esos infelices ardiendo en un infierno más caliente que este? En este lugar no se puede temblar o chillar por una vida más o una menos, muchacho. Ninguno de nosotros dos vale nada en este momento –lo tomó del codo-. Ni siquiera es seguro que estemos vivos, así que, ¿para qué matarnos?
Un Pistolero pensativo, abstraído en cavilaciones muy superiores a su vocabulario, caminó del brazo de un muchacho rico, vacilante como quien va al patíbulo. Hay flores extrañas en el desierto. Se detuvieron sobre un médano. Tras unos minutos de contemplación Johnny murmuró:
- Yo te conozco, Jerónimo. Más de lo que te imaginás. Yo también tuve un padre poderoso, ¿sabías? Me fui escupiéndole la cara. Fue lo único inteligente que hice en la vida... -una sonrisa agria cuajó bajo la barba desgreñada:
- Ahora soy el dueño de un desierto. Yo mandaré sobre la nada, muchacho, pero mando porque puedo mandar...
Vio a Jerónimo que no paraba de temblar y comprendió que estaba hablando solo. Sonrió. Desenfundó lentamente, mostrando el brillo metálico del revólver:
- ¿No te das cuenta de que no te voy a matar? –dijo.
Los ojos de Jerónimo se mantenían hipnotizados en el arma. Se sacudía involuntariamente como un epilético. Johnny lo apuntó sin dejar de sonreír:
- ¿No me escuchás, verdad?
Apoyó el caño en el ojo derecho de Jerónimo:
- ¿No ves que no te puedo matar? Tu hermana es capaz de acuchillarme mientras duermo...
Jerónimo cayó de rodillas con los ojos cerrados. Le castañeteaban los dientes. Johnny volvió en enfundar su revólver mientras lo levantaba:
- Richmond debe estar muy desesperado para ponerte al mando -le palmeó la espalda-. Vamos a tomarnos un aguardiente...

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Los primeros pasos



Esta noche se cumple un diminuto aniversario. Voy por la segunda botella de cerveza. La ocasión amerita una conmemoración. Se cumplen una cantidad enorme de años, y el bochorno se conserva inmaculado.
Yo tenía unos dieciséis años. Hacía un calor de locos y Juan me vino a buscar a casa. Lo obligué, debo confesar. Y me divertí horrores viéndolo transpirar con las extravagancias de mis padres, también debo confesar.
Al fin salimos. La noche estaba violeta y el calor no había bajado. El estaba un poco desorientado, pero se recompuso honrosamente y se recostó sonriendo el banco de la parada del 3. El ómnibus demoró sus habituales veinte minutos. Pero Juan nunca había tomado el 3. Desconocía por completo la rutina de la Villa.
Al subir sacó los dos pasajes como un caballerito. El chofer no tenía cambio, como sucedía puntualmente en esa parada, la tercera del recorrido.
- Va a tener que esperar... -le dijo el gordo, transpirando.
- ¿Cómo?! –preguntó Juan.
- Ya le dije. Va a tener que esperar –gruñó el chofer mientras giraba un volante más grande y pesado que el timón de una goleta.
- ¿Está loco o qué le pasa? ¿Se cree que yo voy a esperar otros veinte minutos porque usted no tiene cambio? ¡Ese es problema suyo!
- Espera o camina... –ladró el chofer. Y Juan se enojó.
Empezó una discusión a los gritos. Una treintena de vecinos levantaron la cabeza dentro del coche para contemplarlo como a un alienígena. Después giraron sus truchas interrogativas hacia mí. Yo me hundí discretamente en el asiento, como si no lo conociera.
Finalmente la señora del almacén lo llamó desde la primera butaca y le explicó el asunto: Tenía que dejar su billete, recoger sus boletos y esperar a que el chofer juntara el cambio.
- No te hagas problema –le dijo la mujer-. El señor te va a dar el vuelto más tarde. Acá siempre es así.
- ¡Pero la puta! –protestó él-. ¿Porqué no se explica este tipo? Yo entendí que me quería hacer esperar el próximo colectivo...
Refunfuñando llegó hasta el asiento donde yo miraba por la ventanilla y hacía esfuerzos por taparme la boca. Se sentó a mi lado. Hizo silencio durante un segundo. Después me agarró de la perilla y me obligó a girar la cara. Me contempló con curiosidad, como registrando el fondo de una pecera. Su mirada se ensombreció.
Quince cuadras más tarde me susurró:
- ¿Te avergonzaste de mí porque no entendí el asunto del cambio, verdad?
Yo iba a iniciar una protesta de inocencia, pero Juan se rectificó:
- No. Por favor no me contestes–suplicó-: No quiero ni imaginarme que puedas ser tan pelotuda...

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Tempestade



Tengo un nuevo trabajo. Es un contrato que me viene muy bien. Hace quince días festejé.
Anoche, cerca de la medianoche, me quedé abstraída frente a la pantalla escuchando Chico Buarque: “Como beber dessa bebida amarga...” ¿Y quién cuernos se dejó un disco de Buarque en mi computadora?
No me atreví a conectarme. Estaba demasiado cansada para encontrarme con nadie, incluso en el msn. También estaba demasiado cansada para cambiar el disco; incluso para acostarme.
Repasé mi cronograma de las últimas dos semanas y el de los próximos tres meses. Me pregunté si realmente sé lo que estoy haciendo. No, claro que no. Si supiera no lo haría. Pero es lo que hay que hacer, suspiré. Hay que sobrevivir...
- Jeje... Hay que sobrevivir... –coreó el bicho muerto-. ¿Y quién dijo que hay que sobrevivir? ¿Desde cuando?
- Ese es un asunto que está fuera de tu alcance –le respondí con sequedad-: No sos humano. Y estás muerto.
- ¡Ah! ¡Autoridad competente para hablar de supervivencia! ¡Prioridad humana por excelencia! ¡Hipócritas! ¡Metirosos! –chilló-. ¿A quién le importa la supervivencia? ¿Ustedes sueltan los bebés en los incendios para correr más rápido? ¿Arrancan el corpiño de sus madres frente a los asaltantes para escapar durante la distracción? ¡Yo he visto el fondo de tus ojos bajo las ruedas de un colectivo! ¡Les importa un carajo la supervivencia!
Lo ignoré en redondo. El bicho muerto también vive de mi trabajo, al fin y al cabo.
Me metí bajo la ducha. El agua fresca no me sacó de mi abstracción. Me pregunté por la verdadera causa de estos oscuros violines que me perturban desde hace varios días. No encontré una causa, pero, entre la espuma del champú, encontré un remordimiento. No sé de qué.
- Ajá... Remordimientos sin causa –se burló el bicho muerto.
Esta vez su irrupción me avergonzó un poco. Seamos justos: ¿para qué mentirle? Sí sé cuáles son las cobardías que me remuerden. Se lo concedí y salí de la ducha.
Caminé por la casa dejando charcos de agua a mi paso. Me senté desnuda frente al espejo. Me desenrosqué la toalla de la cabeza y me puse los aros escuchando oleadas lejanas del disco ajeno: “Vou pra rua e bebo a tempestade...”
De pronto me vi en el espejo. Casi me atraganté de la risa. No eran los aros lo que tenía que ponerme. Era el camisón.

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La poesía según Teddy



Diario del 27 de octubre de 1952
Propiedad de Theodore McArdle
...
“Contestar la carta del profesor Mandell cuando tengas tiempo y paciencia. Pedirle que no me mande más libros de poesía. De todos modos, ya tengo bastante para un año. Ya estoy harto de poesía, de todos modos. Un hombre camina por la playa y, desgraciadamente, un coco le da en la cabeza. Desgraciadamente la cabeza se le parte en dos. Entonces su mujer viene por la playa cantando una canción y ve las dos mitades de su cabeza y las reconoce y las recoge. Se pone muy triste, por supuesto, y llora desconsoladamente. Ahí es precisamente donde la poesía me cansa. Supongamos que la señora se limita a recoger las dos mitades y a gritarles con furia «¡Basta ya!». No mencionar esto cuando conteste su carta, sin embargo. Se presta a discusiones y, además, la señora Mandell es poeta.”
...

J.D. Salinger


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Poemitas II



Sigo encontrando poemitas de más de quince años. Me dejan perpleja. No me inspiran ninguna reacción estética, ni nostalgia, ni siquiera un recuerdo. Pero sí me despiertan un poderoso reflejo de huida hacia la vejez.
Dios mío: ¡Qué horror la adolescencia!
¿Cómo es posible que el ideal de la belleza de toda una era esté puesto en esos seres que se fríen como huevos despatarrados en el aceite hirviente?


De pronto se acabó
la loca curva a toda velocidad
tu voz fresca de pastillas
el amanecer.
No más
la violencia del aire en tensión
el patinaje
el puro juego sucio
de vivir.
Ni siquiera
el estúpido consuelo
de un poema.



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