La casa de mis viejos siempre estuvo poblada por gente deambulando en la oscuridad, semi desnuda, hasta el amanecer. Todos insomnes pero, eso sí, prudentes. Todos preocupados por no desvelar a los otros insomnes. Vaya a saber la cantidad de madrugadas que habremos pasado los Kaiten reunidos en el comedor sin enterarnos.

Una noche mi padre se levantó a las cuatro. Dio una docena de vueltas en círculo por la casa, sigilosamente, como siempre, sin saber qué hacer. Al fin se detuvo en la cocina. Sin encender ninguna luz abrió un bollo de pan y le puso mayonesa, queso y fiambre. Al tacto preparó la sartén, fritó dos huevos y los incluyó en el sánguche.

Después se sentó frente la mesa de la cocina, contemplando la oscuridad y masticando en silencio. Mi mamá lo encontró a las cinco y media en esa posición. Como ya empezaba a clarear lo vio, y se dispuso a preparar unos mates. Mientras ponía la pava en la hornalla se rascó la cabeza con curiosidad:

- Gustavo... ¿por qué está el sarten lleno de detergente?
- ¿Detergente? -se asombró mi papá-: La puta, con razón estaba tan feo ese sánguche...

Las siguientes diez noches hubo un insomne menos deambulando por la casa. Estaba en el baño.

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