Mientras su padre hablaba en la recepción del Sanatorio San Gabriel, el chico se quedó observando a través de la segunda puerta. Un hombre caminaba curiosamente torcido en el jardín interior. Parecía tener una bisagra en la columna. El sujeto lo vio y se le acercó a una velocidad increíble para su condición. Exhibía una sonrisa desdentada como un trofeo. Se detuvo a dos centímetros de su rostro y chilló:
- ¡Puto!
El chico se tambaleó golpeado por el chorro de saliva. Su padre lo tomó del brazo y lo arrastró por el pasillo hacia otro ala del edificio. Allí ingresaron a un jardín diferente. Un lugar verdaderamente demencial. Un jardín de infantes deformes.
El chico caminó anonadado, siguiendo a su padre a través de la galería de monstruosidades que jugueteaban bajo los árboles, en sus sillas de ruedas, con sus lenguas colgantes. Llegaron hasta el banco donde estaban sus tíos. Entre ambos sostenían una cabeza bamboleante que parecía a punto de rodar por el piso.
Se negó a acercarse. No quería ver a esa niña en particular, en brazos de su familia. Para evitarlo fijó la vista en un animalito absurdo, apenas humano, repleto de vello en todo el cuerpo excepto la cabeza, que balanceaba sus rasgos de caballo sobre los pañales mientras mordía un chupete. Al fin bajó los ojos y supo que debía mantenerlos pegados al suelo.
Pero ya era tarde. Había visto demasiado. El Sanatorio San Gabriel le había revelado en dos minutos su futura religión. La diletante fantasía de Dios, expuesta sin misericordia en aquella galería de niños-monstruos, sería su culto. Las imaginaciones más desopilantes, y nada más.
Pero ya era tarde. Había visto demasiado. El Sanatorio San Gabriel le había revelado en dos minutos su futura religión. La diletante fantasía de Dios, expuesta sin misericordia en aquella galería de niños-monstruos, sería su culto. Las imaginaciones más desopilantes, y nada más.
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