Educativas I

Los chicos ejercían una ciudadanía sin restricciones. Habían aprendido a sortear las presencias fantasmales de los adultos y completaban su liberación los domingos, cuando la casa de Ignacio quedaba vacía a su merced. Entonces, en terreno liberado, gozaban de total soberanía. Eran dueños de ahogarse en tabaco, tirarse pedos o jugar a la ruleta rusa. Pero todo el asunto se acabó de pronto, un domingo, cuando vieron pasar una enorme rata gris.

Le tiraron piedras para alejarla. La rata cambió de rumbo a tontas y ciegas, y se metió en el pasillo del lavadero resbalando sobre las baldosas blancas. Los chicos la siguieron a la carrera, hasta que la vieron arrinconada al fondo del pasillo. Frenaron patinando frente al animal, cortándole el retorno. Todos quedaron inmóviles, tensos y expectantes.

- ¿Y ahora qué hacemos? –susurró Ignacio.

A la derecha de Wilfredo había una prolija pila de ladrillos remanentes de la construcción. Wilfredo estiró la mano y alcanzó algunos a sus compañeros. Adelantó una pierna con sigilo y lanzó el primer ladrillazo. La rata chilló. Intentó trepar arañando los azulejos. El segundo ladrillazo produjo un ruido sordo al pegar contra el cuerpo blando y peludo. Entonces los chicos gritaron y empezaron a tirar ladrillos como una tribu de salvajes.

Después se detuvieron, sincronizadamente, bajo la resolana de la siesta. De la rata no quedaban más que unos mechones de carne sanguinolenta esparcida entre escombros. Se hizo un largo silencio. Ignacio se aferró el estómago y se dobló en dos. Hizo una arcada. Giró y salió corriendo a toda velocidad.

A la madrugada fue devuelto por la policía. Volvió sucio y silencioso, sin un gramo de ciudadanía en el cuerpo. Un nuevo fantasma en la tierra. Un condenado más.

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