Enfermita, en cama.
- Va a hacer esta dieta -dijo mi médico favorito.
- Ay, doctor... –me quejé lánguidamente.
Me hizo un gesto negativo con la lapicera, sin levantar la vista del recetario. Ya me conoce.
Entonces intenté otros métodos: gemir como una colegiala, caer entre las almohadas con la blusa desprendida, etc.
El hombre bufó aflojando el nudo de la corbata. Y no cedió un milímetro.
Al fin, mientras el bíper y el celular lo reclamaban al unísono, llegamos a un acuerdo satisfactorio:
Por cuarenta y ocho horas comeré sólo kanikama y frutillas. Mmm..!
Entonces lo dejé ir, orgulloso como siempre, y convencido de que me salva de mí misma.

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