Llegó la primavera. Estoy segura de que a las hormonas les importa un comino, pero yo soy tan convencional que cumplo con agitarme levemente. No es fácil, no es nada fácil. Es toda una prueba desde que mi vida sexual se encuentra reducida al absurdo. Pero no me amedrento.
Tengo un colega que, tiempo atrás, sufrió una operación complicada. Aunque disimulamos, todos sabemos lo dejó inhabilitado para el uso de su instrumento. El mes pasado nos encontramos a solas por un momento. Aprovechó la oportunidad para hacerme una amenaza -o quizás una promesa-. Me juró que le bastará con sentarse frente mío, a tres metros de distancia, y contar con un poco de mi atención, para provocarme cinco orgasmos continuados.
Caramba.
Desde entonces, cada vez que hay una reunión importante o algún jefe presente, el inhabilitado se pone de pie y empieza a rondar por la sala con la silla en mano. Arrastra sonoramente las patas justo cuando pasa a mis espaldas. Finalmente toma asiento al frente mio y me observa con una sonrisa discreta.
A eso se reduce todo el asunto. Y vaya jesús a saber porqué, yo lo disfruto de un modo indescriptible.
Uff... Llega octubre y el patio ya apesta a jazmines.
Desde aquí puedo escuchar, bajando de la montaña, los aullidos del Lobo que ha perdido una pata.
A veces suena tan dolorido que me avergüenza de mis estúpidos divertimentos.
Después suspiro resignada...
Después de todo, para ser un discapacitado, mi queridísimo Lobo es un discapacitado bastante incompetente...
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