No sé un cuerno sobre la bolilla que pretende tomarme, y además no convidó lo que estaba fumando. Sin embargo puedo hacerle una confesión de mi propia colección de botellas.
Es posible que estas cosas queden fuera del rango del cerebro masculino promedio, que pierde irrigación ante la sola mención de la palabra. Pero a mi me desvela el problema de la orgía. Y digo problema, en el sentido algebraico, como si hubiera una ecuación con una incógnita a despejar. Se me presenta siempre después de la medianoche, más o menos así.
Primero aparecen los que andan saltando en pelotas desde arriba de la mesa. Les reconozco mucho mérito, claro está, no cualquiera llega hasta ahí. Pero a esos se los puede contar y su comportamiento es predecible en cualquier combinatoria. ¿Podríamos decir que son números naturales?
Los saludo sacándome el sombrero y me mantengo perfectamente afuera de la escena.
Después aparece la visión que insufló en mi cerebro el profeta Sacarías. En medio de la fiesta orgiástica, un sujeto revuelve la ropa la ropa tirada en el suelo, saca una calculadora científica, y se pone a hacer cuentas. De repente mi interés se despierta: ¿será esa la incógnita?
Ma qué incógnita ni qué ocho cuartos. Todas las ecuaciones van al carajo. No puedo controlar el impulso de caer de rodillas a los pies del tipo que saca cuentas y dedicarmea sacarle el cinto con los dientes.
Habrá captado en mi confesión, Don Cipriano, que de pronto estoy de cabeza dentro de la orgía. Y el asunto no es muy algebraico que digamos. Resulta más bien una vieja y bonita paradoja.
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