El aire está infectado de unas leyendas eróticas más molestas que las ladillas. La enfermerita de lencería inmaculada, el camionero salvaje en la ruta 11, ayayay... Ni hablar de la azafata desenfrenada en el lavabo del avión, o el depravado profesor seduciendo virgencitas... puff... A veces me desoriento. Sinceramente, no sé si abandonarme a la nausea o dedicarme a repartir gaseosas con cicuta. Aunque quizás, claro, el problema sea yo. Quizás, simplemente, debería pedir asilo en el cotolengo de una vez por todas.
Siendo estudiante una vez se me ocurrió cursar Neurobiología. A los diez minutos de la primera clase ya era evidente que el profesor sabía una cosas inimaginables, es cierto. Además, de yapa, tenía los vaqueros muy sucios y cuatro pelos mal afeitados en la cara picada de viruela. Era una especie de lagartija flaca y despeinada que hablaba con mucha elocuencia y pésima gramática.
Concentrado en su discurso, el tipo intentó sentarse en la mesa. Tuvo mala suerte. La tabla estaba suelta. Apensa se apoyó giró en el aire y se le vino estrepitosamente encima. Los alumnos de la primera fila sacaron al profesor de bajo la tabla y la volvieron a colocar sobre las patas desnudas. El pareció confundido o abochornado, pero volvió a hablar de la síntesis de neuropéptidos sin siquiera intentar acomodarse el pelo.
Al poco rato se separó de la pizarra abstraído y, guiado por la costumbre, intentó sentarse en la mesa. Esta vez sus reflejos fueron más rápidos. Saltó a tiempo para no quedar sepultado bajo la tabla. Estiró las dos manos deteniendo a los alumnos que se ponían de pie. Recompuso él sólo la mesa y siguió hablando.
Pasada la mitad de la clase, olvidado del incidente, se sentó por tercera vez en la mesa. Un murmullo azorado invadió el aula. Esta vez hasta alcanzó a barajar la tabla en el aire antes de que se estrellara en el suelo. Pero fue peor. Quedó atrapado sosteniendo la mesa en equilibrio inestable. Nuevamente, la primera fila debió levantarse para rescatarlo del aprieto.
Cuando terminó la clase me acerqué a preguntarle por mi condición de alumna de otra carrera. Sus ayudantes recogían las filminas y guardaban el retroproyector muy divertidos.
-Buenas noches, profesor –dije. Me detuvo antes de que pudiera formular mi duda:
-García, de Antropología, ¿vos lo ubicás? –Asentí con la cabeza. Continuó-: El otro día me decía que la única razón para dedicarse a la docencia es que a uno le gusta tener público. La verdad, con estos sueldos, debe haber alguna razón oculta... García dice que él sigue dando clases porque su verdadera vocación, en el fondo, es ser un seductor...
Yo lo escuchaba sorprendida. El bajó la cabeza y contempló la mesa poniéndose rojo como un semáforo. Agregó muy apenado:
-Parece que mi verdadera vocación es hacer el ridículo...
Le propuse de inmediato una cerveza, para pasar el mal trago. Yo ya no podía pensar en nada más que en pasar la noche con el profesor.
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