Bajo tierra



Hoy estuve en una de esas reuniones a las que uno cree sobrevivir gracias a dos aspirinas. Pero se sobrevive en apariencia. Solo en apariencia.

Se pusieron a discutir airadamente sobre un tema de actualidad, supongamos, el uso de psicofármacos. Mala suerte. Porque da la maldita casualidad que yo tengo un doctorado y varias publicaciones, justamente, sobre (supongamos) el uso de psicofármacos.

Escuché atentamente los argumentos y las explicaciones superficiales que se daban unos a otros. Escuché el entusiasmo con que se interrumpían unos a otros. Y me quedé muda, abrazada por las sospechas.

Sospeché que nada de lo que mi tonta erudición pudiera aportar tenía el menor interés. Sospeché que no es de antidepresivos que se discute cuando se discute de antidepresivos, ni de peronismo cuando de peronismo, ni de protones cuando de protones... Tuve un escalofrío.

Escuché las voces atravesando el espacio, empujándose y acariciándose. Escuché voces vibrando como motores, hociqueándose, provocándose en las curvas del aire. Y al fin escuché, nítidamente, el ruido de las bacterias formando caries en las bocas.

Entonces me puse a cavar con fuerzas en la tierra húmeda. Cavé arrancándome las uñas hasta la tumba anónima del tuberculoso. Me tendí allí, con la lengua inflamada, sangrienta e inútil. Y cerré los ojos.



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