La ruta



Durante muchos años me acosó una fobia prácticamente inhabilitante. No podía estar en presencia de un perro sin aterrorizarme. No importaba el tamaño ni la afabilidad del bicho, yo empezaba a transpirar helado y me ahogaba en la desesperación. Llegué a dar enormes vueltas por la ciudad para ir a los lugares más comunes. Cada vez que veía un perro tenía que pegar la vuelta y buscar otro recorrido. Pasé una hora sentada sobre una mesa mientras un estúpido salchicha ladraba a mi alrededor. Cuando llegó el dueño me largué a llorar en sus brazos.
Recién a los veinticinco años percibí que eso pasaba de ser una “peculiaridad”. Entonces, vaya a saber porqué, empecé a recordar perros de la infancia. Nada importante. El perro decapitado de un vecino. Las doce inyecciones de antirrábica en el estómago. El enorme manto negro del viejo Arnedo –mucho más grande que yo-, que me tumbó y se paró sobre mi. El perro imbécil, llamado Colita por supuesto, que me mordió la nariz. Una colección de desencuentros bastante trivial, teniendo en cuenta que el pueblo en el que vivía era, como tantos pueblos, una enorme perrera al sol.
Sin embargo una noche me desperté agitada en la oscuridad. Hacía calor, estaba transpirando, y de pronto me vino a la cabeza el único recuerdo que importaba: la ruta. Cerca de casa pasaba una ruta. Allí había cada dos por tres algún perro reventado. Pero hubo uno en particular que me tuvo toda la noche temblando aterrorizada. Estaba destripado en la ruta, pero vivo. Y aullaba, aullaba de un modo inconcebible. Aulló durante horas que parecieron milenios.
Al día siguiente, mientras desayunaba, quedé tan boquiabierta que no pude con el mate. Había comprendido, así, de repente, que el pavor que me provocaba la vista de un perro no tenía que ver con mi destino, sino con el suyo. Parecerá de mal gusto, pero todavía me estoy riendo. Todos esos años no temblaba por mí, sino por los pobres perros. A mandíbula batiente, me sigo riendo.

Posted by Hello

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