Mi iniciación en la vida laboral fue desconcertante. El puesto me dejaba en la misma posición, sin exagerar, que un licenciado en literatura inglesa en un laboratorio de física cuántica. El segundo día de trabajo me quedé hasta tarde haciendo cuentas en mi box. Mientras terminaba de calcular una curva escuché movimientos en el pasillo. Alguien estaba revolviendo un enorme armario. La voz del Director apremiaba la búsqueda cada tanto.
Me asomé. Elsa estaba de rodillas en el suelo, con la cabeza hundida en el último estante, y el pasillo estaba obstruido con montañas de artefactos polvorientos cuya utilidad y nominación me resultaba absolutamente indeterminable.
- ¿Qué estás buscando? -pregunté. Elsa me guiñó un ojo y murmuró algo que no alcancé a escuchar. Me acerqué más:
- ¿Qué buscás? -pregunté de nuevo.
Mientras desarmaba y vaciaba en el suelo el contenido de otra caja, Elsa contestó en voz baja, con gesto conspirativo:
- No tengo la menor idea...
Junté los dedos de la mano en un gesto de interrogación.
- Vos ayudame a vaciar esto -me dijo con un nuevo guiño.
Vaciamos la mitad del armario. La montaña de artefactos oxidados, material de vidrio, y piezas metálicas irreconocibles crecía de modo alarmante. Pregunté en voz baja:
- ¿Por lo menos sabés de qué color es?
Elsa negó con la cabeza.
- ¿De qué tamaño? ¿para qué sirve?
Elsa siguió sacudiendo la cabeza.
- ¿Cómo se llama?
- No me acuerdo...
Entre las dos bajamos una caja enorme. Cuando la estábamos abriendo el Director se asomó en el extremo del pasillo.
- ¿Y, Elsa? -preguntó-: ¿Apareció?
- No, Doctor. Todavía no.
- Gracias por ayudarla -dijo el viejo dirigiéndose a mi-. Así vamos a terminar más rápido...
Cuando el Director desapareció vi que Elsa, con medio cuerpo adentro de la caja, se retorcía de risa. Yo acaba de comprender la regla de oro de la supervivencia.
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