La obediencia de las cosas es la pasión humana por excelencia. Un giro con tres dedos nos basta para obtener del río la obediencia más servil, para someterlo a su antojo. Pero no se dejen engañar por los darwinistas. Eso no es lo principal. La clave está en otro lado.
Es indispensable que la dominación sea invisible. Los filtros, las cámaras y todo el sistema de cañerías deben permanecer invisibles. Así, el agua obedece, instantánea y caprichosamente, sólo al gesto de mi mano. Y la misma condición se aplica a la obediencia de la luz y del fuego, del frío y del calor. Deben responder a gestos mínimos con la máxima solicitud y gentileza.
En condiciones óptimas, un suculento plato desciende directamente de la mano de un sirviente. Se ignora la traspiración, el traca-traca de los cuchillos, el despedazamiento de las cosas. Pero aún cuando cocinemos en casa, sigue siendo una condición fundamental que los alimentos lleguen a nuestras manos sin trazas de lucha. Las raíces sin tierra, la carne sin ojos, y ningún vestigio del pavor del matadero.
Nos apasionan unas toneladas de carrocería lanzadas en la ruta. Pero no queremos saber nada del esfuerzo de unas piezas engrasadas. Gozamos del metal que se estremece ante la mínima presión de nuestro pie. Y nada más.
Así que está claro. No se trata de forzar las cosas a nuestra conveniencia, no. La esclavitud no nos alcanza. El forcejeo del sometimiento ensucia el placer del asunto. Porque lo que exigimos de las cosas es una obediencia pura, verdaderamente amorosa.
En condiciones óptimas, un suculento plato desciende directamente de la mano de un sirviente. Se ignora la traspiración, el traca-traca de los cuchillos, el despedazamiento de las cosas. Pero aún cuando cocinemos en casa, sigue siendo una condición fundamental que los alimentos lleguen a nuestras manos sin trazas de lucha. Las raíces sin tierra, la carne sin ojos, y ningún vestigio del pavor del matadero.
Nos apasionan unas toneladas de carrocería lanzadas en la ruta. Pero no queremos saber nada del esfuerzo de unas piezas engrasadas. Gozamos del metal que se estremece ante la mínima presión de nuestro pie. Y nada más.
Así que está claro. No se trata de forzar las cosas a nuestra conveniencia, no. La esclavitud no nos alcanza. El forcejeo del sometimiento ensucia el placer del asunto. Porque lo que exigimos de las cosas es una obediencia pura, verdaderamente amorosa.
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