Anoche sonó el teléfono a las cuatro de la madrugada. Cuando levanté el tubo sucedió algo sangriento. Algo verdaderamente carcelario.
Nadie habló. Se oía música y el sonido confuso de un público eufórico y numeroso. No era una grabación. El show estaba sucediendo en algún lugar del mundo, en ese preciso momento. De pronto una sensación extraña me recorrió la espalda. Había reconocido la voz que cantaba.
A decir verdad, antes de asociar la voz con un nombre, recordé el olor del patio incendiado y el sabor del miedo. Con el teléfono pegado al oído casi me vi esa mañana, tanteando el suelo con los pies, temblorosa del susto. Rodeé el árbol caído y humeante. Se me escapó un gemido cuando vi un hacha clavada sobre la puerta destrozada.
Estuve a punto de salir corriendo, pero me detuvo la voz de Julio que cantaba despacito. Era una voz arisca, sobria, amarga. El levantó la vista y me miró a través de los restos de la puerta. Esa mirada estaba más devastada, mucho más desolada, que el patio incendiado.
Tomé aire y entré pisando vidrios rotos. Puse la pava y no hice preguntas. Me senté a escucharlo cantar toda la mañana en medio del desastre.
Corté el teléfono como si se tratara de una larva venenosa. Hace varios años que no sé nada de Julio. Estoy segura de que él ignora en qué ciudad vivo. Pero no había ninguna duda. Era su voz la que cantaba en algún escenario, a las cuatro de la madrugada, bajo una ovación apabullante.
Yo tampoco tuve dudas sobre quién me estaba ofreciendo, a través del celular, esa tajada de una fiesta lejana y ajena.
¿Porqué hace esto? ¿Por qué razón, alguien, a las cuatro de la madrugada, hace esto?
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