Ayer, como todos los santos días, fui a trabajar. Vi pasar gente. Alguien que perdía una pierna. Alguien que perdía un hijo. Alguien perdía el jucio. Y la lista seguía avanzando, imperturbable, indecente, como siempre. Hasta que una angustia repentina se me colgó del cuello.

La rutina de la emergencia es así. Cría flores raras de dudosa finalidad. La mayoría revientan en un par de años, apenas se percatan de que no se puede hacer nada, nada más que ver la tragedia pasar.

Entonces me prendí un pucho y sonreí. Libre de todo pesar y lista para volver al trabajo, porque yo sí que tengo una finalidad. Yo soy una especie de mula lunática. Lo mío es un apostolado.

Porque, digánme la verdad: ¿En qué mierda se convierte una gran tragedia cuando nadie la ve pasar?

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