La vergüenza



En el verano, huyendo del domingo familiar, fuimos con un primo a buscar una laguna de la que nos habían hablado. La encontramos, en el medio del monte. No había un alma. Nos pusimos a chapotear en la orilla como chicos. Mi primo buceó buscando el fondo, pero no lo encontró. Salió sorprendido. Era una laguna chica para ser tan profunda.
Finalmente nos decidimos a cruzarla. Había sol y los caranchos sobrevolaban el cielo con elegancia. A mitad de camino pensé en el lecho barroso que reposaba muy lejos de mis pies. Y me pregunté qué podría haber allá al fondo.
Esa fue una mala pregunta. Cada año, para el día de los muertos, yo tiro flores al Paraná. Sé exactamente lo que puede haber flotando, o disgregándose, o resbalando jabonosamente en las profundidades del agua barrosa. Y al pensarlo sentí el miedo me apretaba la boca del estómago.
Me hundí. No podía creerlo, pero a más me esforzaba más me hundía. Quise gritar y tragué agua. Me desesperé buscando aire, pero ya no sabía dónde estaba la superficie. La asfixia dolía. Al mismo tiempo era conciente, con mucha vergüenza, de la gigantesca estupidez de lo que me estaba pasando. Supe que me iba a pique.
No sé qué pasó. Sentí el aire pujando por entrar en la garganta, tosí como una epiléptica. Los oídos me explotaron y escuché la voz de mi primo que me suplicaba que me agarrara de su cuello. Me sujeté. Traté de quedarme quieta. Al fin volví a respirar normalmente. Entonces me di cuenta de que mi primo nos sostenía a los dos a flote temblando como una hoja. Y me largué a llorar.
A mi primo también se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no lloraba conmigo. El lloraba de agotamiento. Lloraba calculando las probabilidades de que yo lo arrastrara al fondo de ese pozo de barro. Más todavía, calculando las probabilidades de que alguien encontrara su cadáver.


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