El lugar de la paliza




Quizás por mantenerse en sintonía con las noticias de anteayer, Warner está reemitiendo unos capítulos viejos de E.R. Aquellos en los que Kovac y Carter, intentaban aturdir la angustia poniendo el cuerpo en un puesto sanitario en el medio del Africa.

El Africa es el Africa. El lugar de la paliza. El rincón del mundo donde todas las sospechas se confirman: Que la vida no vale nada. Que un brazo, un hijo, una costumbre, no valen nada. Ni siquiera el sacrificio vale nada. Y el enorme esfuerzo de comprensión que se repite por millones en los ojos de los niños, tampoco vale nada.

Nada de eso me resultó del todo novedoso. La batalla contra la muerte y la miseria también se pierde en el County General de Chicago, capítulo tras capítulo. Pero había algo en ese episodio, tal vez el clima, tal vez el horario de la transmisión, no sé... En todo caso había cierta falta de decoro que me obligó a quedarme frente al tele hasta el final. De pronto me pareció que toda la obstinación de Carter en ese hospitalucho africano estaba puesta en una cuestión de precedencia. Y no era completamente irrazonable la posición del muchachito: la derrota no debería preceder a la batalla. Eso produce un desorden insoportable.

Al mitad del capítulo, ya delirando de sueño, me imaginé que encontraba una metáfora. Por la noche los doctores blancos agotados, sudorosos, rodeados de palanganas de sangre en un hospital sin paredes ni electricidad, se sentaron cabeza a cabeza frente a unas latas de cerveza. Era la hora de emborracharse. Una mujer bonita, brillante de transpiración, bebió con ellos. Y después los dejó con una invitación flotando en el aire: “Me voy a dormir. Y espero que alguien me acompañe...”

Carter, el muchachito decoroso, balbuceó sonrojado, enredado en sus civilizadas cuestiones de precedencia entre machos. Pero Kovac es un perro croata apaleado que ya perdió todo. Y a esa hora de la noche, quizás afiebrada, me resultó rigurosamente lógico su papel. El exiliado, el despojo inteligente hundido en el barro, la amarga conciencia de que la vida no vale gran cosa, ese es el único hombre en condiciones de balancear la botella, encogerse de hombros y aceptar la invitación.

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