Yo tenía alrededor de quince años cuando sucedió. El bicho se murió dentro mío sin aviso. Fue una experiencia anormal y sin remedio. Todo el mundo a mi alrededor hablaba de cosas simples, inocuas, comprensibles, mientras yo no entendía nada de lo que estaba pasando.
El bicho muerto se descomponía rápidamente dentro de mi cabeza y su degradación afectó, primero que nada, la corteza visual del mundo. De pronto el alegre paisaje de la vida escolar y familiar empezó a resquebrajarse como un vidrio. Las grietas se expandieron como relámpagos por el cielo arañando las cosas más sólidas y entrañables. Hasta que todo se hizo añicos. No quedó nada.
Fue mi perdición. En todos los sentidos de la palabra. Andaba a la deriva, ciega como un murciélago. Era una criatura desorientada en uniforme de colegiala. Perfectamente indefensa. Y por supuesto, en esas condiciones, fui abordada por un hombre.
Era un sujeto de infinito sarcasmo y poca vocación sacerdotal, que me arrastró sin misericordia a través de unos complejos rituales iniciáticos. Contra toda probabilidad, debo conceder, no se trató de una iniciación específicamente sexual.
Una tarde de lluvia quedamos atrapados en un bar sin electricidad. El mozo trajo unas velas. Un viento de cien kilómetros por hora rugía en la vereda inundada. No había dónde ir.
El sujeto me midió largamente, con un velo de desesperación en los ojos. Seguramente sobreestimó los alcances de mi cabecita quinceañera, o sobreestimó el grado de degradación que el bicho había obtenido dentro mío, porque sacó un rotring del bolsillo. Me pidió papel. Yo arranqué una hoja de la carpeta de geografía y dejé los útiles de la escuela a un lado.
El tipo dibujó una recta. La fraccionó. Volvió a fraccionar las fracciones, y me explicó la paradoja de Zenón. Me hizo un par de preguntas para asegurarse de que entendiera. Continuó explicándome la incidencia de esa paradoja en el cálculo infinitesimal. Y se aseguró de que lo entendiera.
Después, a la luz de la vela, con una voz maliciosa, me inició en la relación del cálculo infinitesimal con el deseo. Y, como una iniciación no se conforma con palabras, se aseguró de que lo sintiera.
Después, a la luz de la vela, con una voz maliciosa, me inició en la relación del cálculo infinitesimal con el deseo. Y, como una iniciación no se conforma con palabras, se aseguró de que lo sintiera.
Mientras tanto el maldito bicho muerto, el mismo que ahora pretende hacerse el valiente, se pudría muy calladito la boca en mi interior.
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