Amarga como una ortiga, royendo el hueso del infortunio, ayer resbalé hasta el fondo de la bañera. Los sonidos distorsionados excitaron entre mis miserables neuronas un recuerdo feliz. Qué digo feliz: glorioso.

Me lenvanté y me senté al borde de la bañera, chorreando agua, como si me hubieran abofeteado.

Había azulejos blancos, un alto de toallas blancas dobladas y mucho vapor. Había un botiquín sin espejo y un lavatorio de loza manchado de óxido. Una mano demasiado experta me hacía rotar la nuca bajo el agua caliente. Sobre el lavatorio había una tijera kelly curva.

Salí del agua tiritando y desamparada como un perro, pero serena. A su modo, me tranquiliza constatar que de toda aquella vieja felicidad no queda más que un paisaje hospitalario.

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