Juana se sentó en la verja, con la vista perdida en los cables, respirando el aire limpio del exterior. La ambulancia lanzaba destellos junto al cordón de la vereda, pero todo parecía inmensamente sereno.
Así la encontró su hija. Miró las puertas abiertas de la casa, y se sentó en la verja a su lado:
- Hiciste bien, mamá. No podés seguir así...
Juntas respiraron en silencio por unos instantes.
Dentro se oyeron gritos y objetos que se estrellaban contra las paredes. Ellas se tomaron de las manos y miraron el cielo azul, el árbol de enfrente lleno de gorriones.
Los paramédicos salieron con la camilla vacía y se detuvieron ante la verja. Las dos mujeres elevaron los ojos encandilados.
- Hagan una consulta psiquiátrica.
Juana asintió vagamente con la cabeza.
- Ya nos dijeron que un hombre tiene derecho a morir en su casa en vez de en el hospital –dijo la hija.
La ambulancia se alejó vacía. Las mujeres, abrazadas, la siguieron con la vista. Los aullidos hacían vibrar la vereda:
- ¡Basura! ¡Traidora! Ni siquiera sos capaz de atender a tu hijo moribundo... ¡Vení! ¡Vení acá que te voy a llevar conmigo, vieja puta!

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