La sexta hora de la noche.

Las dos de la mañana. No sé si pasaré la noche. Cuando alguien se pone a declamar sobre la lealtad, uno sabe de inmediato que está a punto de empujarte por el balcón.

No corrí ni grité. La verdad que estoy harta de correr. Me puse a buscar un disco de Ed Motta que desapareció de la casa como si nunca hubiera existido. Fue en vano. Ya por el tercer whisky me conformé con un cuentito de Kafka, "La colonia penitenciaria". Ah... Kafka, el viejo Kafka, cargado de presagios indescifrables.

En la colonia penitenciaria tienen un aparato interesante para ejecutar a los condenados. Una rastra con agujas que recorren el cuerpo entero del infeliz inscribiendo en profundidad, con una caligrafía complejísima, el texto de la ley violada. La escritura lleva doce horas. Copio un párrafo con devoción:

"¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido empieza a comprender. La comprensión se inicia en torno a los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. No es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente le cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja al hoyo. La sentencia se ha cumplido."

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