La madrugada del sábado estaba fresca. En un primer piso de Parque Patricios el baile se africanizaba. Yo no bailo candombe, pero me divertía.
Me recosté en la barra. Pedi más pochoclos y cerveza. Del otro lado de la barra distinguí una cara, una cara... Era el Juancho.
Lo miré extrañada. Parecía un anciano. Hace unos diez años ese tipo era un muchacho. Y por razones que no confesaré, estuvo alojado en mi casa durante algunos meses.
Me vio mirarlo y me sonrió. No había ningún reconocimiento en su mirada. Lo saludé sintiéndome rara. Levantó las cejas, achicó los ojos, y buscó a su alrededor al destinatario del saludo. Prendí un cigarrillo y suspiré.
Le di la espalda al bar y me acodé en la ventana. El aire de las cuatro de la madrugada se filtraba fresco y saludable. La gente que bailaba candombe parecía cubierta de brillantina.
A través del vidrio vi como se erguía, muy cerca en el cielo nocturno, la cárcel de Caseros.
Desde que empezaron los preparativos para demolerla, las paredes están llenas de agujeros. La cárcel vacía parece un queso.

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