Alguien me habló de la Revolución Francesa. Me explicó que el furor de guillotinar aristócratas no terminaba de saciarse nunca a causa de la aristocrática manía de morir haciendo gala de la más exquisita indiferencia, casi con desdén. Eso, claro, irritaba a las muchedumbres.

Escuchándolo me percaté de que hasta la muerte necesita ensayo. Así que me decidí practicar una muerte gloriosa. Lo que es a mí me van a tener que arrastrar entre quince, a los gritos y patadas, hasta la horca menos aristocrática que se pueda conseguir.

El único problema es que me terminé enviciando con el ensayo. Ya no me limito a patalear contra lo que me acerca al patíbulo. Ahora, además, cada mañana me pongo a exigir a grito pelado que se cumpla mi última voluntad.

Cada mañana quiero un cigarrillo. Quiero una larga e íntima confesión. Y exijo, con chillidos agudos, el perdón de dios.

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