Mi hermano tenía seis años y yo dieciséis. Vivíamos en mundos diferentes, aunque ambos eran de algún modo inhumanos. El suyo era un mundo empalagoso, de conejos, gallinas y peces. El mío era un mundo de secretos.
Fumaba a escondidas y salía a escondidas. Dormía con mi novio a escondidas. Leía a escondidas el sector de la biblioteca que no me habían prestado: desde Sade hasta Sartre, pasando por el asesinato de Trosky. Del otro lado del mundo, como una doble agente, disimulaba con cuidado las fotos del cumpleaños de quince y la prueba de física.
Entretanto mi mamá amamantaba al bebé. Mi hermano se sentaba a su lado, balanceando los pies, abrazado a la tortuga. Los cuatro hacían silencio en una galaxia tan extraña, ajena y transparente.
Esa noche, como de costumbre, esperé en la cama con los jeans puestos la hora en que mi padre empezaba a roncar. Entonces recorrí la casa con los tacos en la mano. Cuando llegué a la puerta me detuvo el sonido suave de unas medias que se acercaban por el pasillo.
Entretanto mi mamá amamantaba al bebé. Mi hermano se sentaba a su lado, balanceando los pies, abrazado a la tortuga. Los cuatro hacían silencio en una galaxia tan extraña, ajena y transparente.
Esa noche, como de costumbre, esperé en la cama con los jeans puestos la hora en que mi padre empezaba a roncar. Entonces recorrí la casa con los tacos en la mano. Cuando llegué a la puerta me detuvo el sonido suave de unas medias que se acercaban por el pasillo.
Me quedé quieta, conteniendo la respiración. Los pasos llegaron hasta la heladera. La puerta se abrió y la luz dibujó la silueta de mi hermano, en calzoncillos y zoquetes, estirándose en puntas de pie sobre la parte interna de puerta. Resopló. Haciendo malabarismos alcanzó a sacar dos huevos de la huevera. Entonces se le iluminó la cara.
“¡Hola!” susurró. Le dio un beso estruendoso a cada huevo y los abrazó en el hueco del cuello con una dulzura inconcebible. Cerró la heladera y sus pasos se perdieron en el pasillo.
Yo salí hacia mi tormentosa vida de agente doble, como de costumbre. Volví casi al amanecer. No sé porqué entré a su dormitorio. El dormía chupándose el dedo como un angelito de caricatura. Me senté en la cama y lo desperté:
- Ey... ¿dónde están los huevos?
Abrió los ojos sorprendido. Me sonrió. Levantó el cubrecamas y me los mostró con orgullo. Los tenía muy bien acomodados en bajo su axila.
- ¿Qué estás haciendo con eso? ¡Se te van a romper en la cama!
- Noooo! –me contestó meneando la cabeza y se llevó el índice a los labios-. No vas a decir nada, ¿no?... Yo nunca dije que vos salís de noche...
- Pero, ¿qué hacés?
- Es un secreto. Mamá se los quiere comer... pero yo los estoy empollando.
- ¿Cómo que los estás empollando?
- Sííí! –me explicó-. Para que nazcan pollitos... ¿Vos todavía no sabés cómo nacen los pollitos? –se detuvo a meditarlo, como si se tratara de una decisión difícil.
Yo salí hacia mi tormentosa vida de agente doble, como de costumbre. Volví casi al amanecer. No sé porqué entré a su dormitorio. El dormía chupándose el dedo como un angelito de caricatura. Me senté en la cama y lo desperté:
- Ey... ¿dónde están los huevos?
Abrió los ojos sorprendido. Me sonrió. Levantó el cubrecamas y me los mostró con orgullo. Los tenía muy bien acomodados en bajo su axila.
- ¿Qué estás haciendo con eso? ¡Se te van a romper en la cama!
- Noooo! –me contestó meneando la cabeza y se llevó el índice a los labios-. No vas a decir nada, ¿no?... Yo nunca dije que vos salís de noche...
- Pero, ¿qué hacés?
- Es un secreto. Mamá se los quiere comer... pero yo los estoy empollando.
- ¿Cómo que los estás empollando?
- Sííí! –me explicó-. Para que nazcan pollitos... ¿Vos todavía no sabés cómo nacen los pollitos? –se detuvo a meditarlo, como si se tratara de una decisión difícil.
- Bueno, no importa –concluyó-: Ya vas a entender...
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