Una madrugada cualquiera algo me despertó en la oscuridad. Escuché sobre mi oreja la respiración pesada y monótona de González, como una ballena varada. Los treinta kilos de carne muerta de su pierna derecha descansaban encima mío. Me aplastaba. No pude moverlo y empecé a angustiarme. En la oscuridad, la línea de su cara, tan familiar, se me desvaneció. Por un momento me pareció un ser completamente desconocido. Ahogué un grito y salté de la cama aterrorizada.
González giró sobre sí mismo pronunciando una interrogación incomprensible antes de derrumbarse nuevamente en el abismo del sueño. Me acerqué en puntas de pie, para verlo de cerca. Otra vez, con un escalofrío, no logré reconocerlo en la oscuridad. Retrocedí con taquicardia. Me puse las zapatillas y el gabán arriba del pijama. Salí a la calle casi corriendo.
Lo única fuente de luces a esa hora de la madrugada era la Shell del puente. Me metí en el autoservicio. Fingí hablar por teléfono y pedí un café. El viejo del turno noche me saludó sorprendido. “Mi abuela tiene que estar a la seis en el quirófano. Quería asegurarme de que no se durmiera”, le expliqué. El tipo, conmovido, me sirvió un café doble y me prestó el diario.
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