Caducidad



Acabo de descubrir el elemento de caducidad de este blog. Varios temas me rondaron esta semana y, por las razones más variadas, no me atreví a publicar aquí ninguno de ellos. Una personalidad, incluso ficticia, es algo que se inhibe muy rápidamente. Adquiere demasiados compromisos.
Sería más exacto decir que una personalidad, por inventada que sea, pronto se vuelve una cosa autónoma, como una máquina, y se lanza a producir sus propias vanidades y pudores. Pronto se envuelve en sus miserables engaños y coqueterías, dirigidos, por supuesto, a unos ojos tan muertos como el ojo de la piedra.
En una palabra: Toda la basura de siempre...
En otras palabras: Uno invierte la vida en hacerle la paja a un muerto...


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La oscuridad...



Ahora que releo el post anterior me acuerdo de Alexis. Una vez me contó que él dormía aterrorizado. Estaba seguro de que apenas se apagaba la luz, su hermano, en la cama de al lado, se convertía en una especie de monstruo que lo acechaba. Apenas prendía la luz volvía a tomar su apacible forma de preadolescente. Jamás podría sorprenderlo. Era como la puerta de la heladera. Uno nunca puede sorprender la oscuridad que reina en su interior.

Y de pronto me pregunto, como descubriendo la estafa: ¿qué les pasa a esos imbéciles de Harvard, con sus refinados estudios antropológicos, buscando el origen del miedo a la oscuridad en algún arcaísmo remoto?

Si en la oscuridad no se distingue un hermano de un monstruo, entonces, podemos dormir abrazados a un monstruo. O matar un hermano en la confusión. Y eso sería lo de menos...
Lo peor es que en la oscuridad uno mismo es irreconocible. Tu propia madre, que se acerca a medianoche, puede venir a acariciarte. O a estrangularte.

Díganme la verdad: ¿qué clase de oligofrénico necesita un “inconciente colectivo” para tenerle terror a la oscuridad?


Posted by Hello

En la oscuridad




Una madrugada cualquiera algo me despertó en la oscuridad. Escuché sobre mi oreja la respiración pesada y monótona de González, como una ballena varada. Los treinta kilos de carne muerta de su pierna derecha descansaban encima mío. Me aplastaba. No pude moverlo y empecé a angustiarme. En la oscuridad, la línea de su cara, tan familiar, se me desvaneció. Por un momento me pareció un ser completamente desconocido. Ahogué un grito y salté de la cama aterrorizada.
González giró sobre sí mismo pronunciando una interrogación incomprensible antes de derrumbarse nuevamente en el abismo del sueño. Me acerqué en puntas de pie, para verlo de cerca. Otra vez, con un escalofrío, no logré reconocerlo en la oscuridad. Retrocedí con taquicardia. Me puse las zapatillas y el gabán arriba del pijama. Salí a la calle casi corriendo.
Lo única fuente de luces a esa hora de la madrugada era la Shell del puente. Me metí en el autoservicio. Fingí hablar por teléfono y pedí un café. El viejo del turno noche me saludó sorprendido. “Mi abuela tiene que estar a la seis en el quirófano. Quería asegurarme de que no se durmiera”, le expliqué. El tipo, conmovido, me sirvió un café doble y me prestó el diario.

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conciencia



Hacía frío y no había estrellas. Tenía una hora por delante. Di el primer paso sobre el asfalto mojado y me asaltó, sorpresivamente, una implacable conciencia de mí misma. Fui conciente de que, en ese instante, nadie a mi alrededor era tan conciente como yo.
Entré al bar. El mismo bar de todos los miércoles. En el acto fui conciente de cada uno de los presentes. Sus expresiones, sus posiciones, el grado de abandono de sus cuerpos. Fui conciente de mí misma, de mi propio cuerpo en el espacio y de la pena que lleva impresa como marca de ganado. Y fui conciente de que ninguna otra conciencia lo regristraría.
Hacía frío, olía a café, se pronunciaba el saludo de rutina. Fue raro. Por unos momentos fui conciente, extremadamente conciente, hasta el límite de la hipersensibilidad, de la ausencia de dolor.


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HOY ESTOY TRISTE Y LO QUE QUIERO ES MATAR

Secretos



Mi hermano tenía seis años y yo dieciséis. Vivíamos en mundos diferentes, aunque ambos eran de algún modo inhumanos. El suyo era un mundo empalagoso, de conejos, gallinas y peces. El mío era un mundo de secretos.
Fumaba a escondidas y salía a escondidas. Dormía con mi novio a escondidas. Leía a escondidas el sector de la biblioteca que no me habían prestado: desde Sade hasta Sartre, pasando por el asesinato de Trosky. Del otro lado del mundo, como una doble agente, disimulaba con cuidado las fotos del cumpleaños de quince y la prueba de física.
Entretanto mi mamá amamantaba al bebé. Mi hermano se sentaba a su lado, balanceando los pies, abrazado a la tortuga. Los cuatro hacían silencio en una galaxia tan extraña, ajena y transparente.
Esa noche, como de costumbre, esperé en la cama con los jeans puestos la hora en que mi padre empezaba a roncar. Entonces recorrí la casa con los tacos en la mano. Cuando llegué a la puerta me detuvo el sonido suave de unas medias que se acercaban por el pasillo.
Me quedé quieta, conteniendo la respiración. Los pasos llegaron hasta la heladera. La puerta se abrió y la luz dibujó la silueta de mi hermano, en calzoncillos y zoquetes, estirándose en puntas de pie sobre la parte interna de puerta. Resopló. Haciendo malabarismos alcanzó a sacar dos huevos de la huevera. Entonces se le iluminó la cara.
“¡Hola!” susurró. Le dio un beso estruendoso a cada huevo y los abrazó en el hueco del cuello con una dulzura inconcebible. Cerró la heladera y sus pasos se perdieron en el pasillo.
Yo salí hacia mi tormentosa vida de agente doble, como de costumbre. Volví casi al amanecer. No sé porqué entré a su dormitorio. El dormía chupándose el dedo como un angelito de caricatura. Me senté en la cama y lo desperté:
- Ey... ¿dónde están los huevos?
Abrió los ojos sorprendido. Me sonrió. Levantó el cubrecamas y me los mostró con orgullo. Los tenía muy bien acomodados en bajo su axila.
- ¿Qué estás haciendo con eso? ¡Se te van a romper en la cama!
- Noooo! –me contestó meneando la cabeza y se llevó el índice a los labios-. No vas a decir nada, ¿no?... Yo nunca dije que vos salís de noche...
- Pero, ¿qué hacés?
- Es un secreto. Mamá se los quiere comer... pero yo los estoy empollando.
- ¿Cómo que los estás empollando?
- Sííí! –me explicó-. Para que nazcan pollitos... ¿Vos todavía no sabés cómo nacen los pollitos? –se detuvo a meditarlo, como si se tratara de una decisión difícil.
- Bueno, no importa –concluyó-: Ya vas a entender...


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