Me respondió con una vaga sonrisa que le marcaba la cara con unas arrugas como tajos. Era una sonrisa significativa, de algún modo hermosa. La pierna sobre la que yo estaba sentada seguía moviéndose al son de la misma música secreta, subiendo y bajando rítmicamente, como si yo no pesara nada.
Me desperté de repente, ahogada, con la boca seca. Me levanté de un salto y fui a mojarme la cara. Sentía las piernas vacilantes. Me preparé un té y me tumbé sobre el sofá. Demoré como diez minutos en regularizar la respiración.
- ¿Qué hacía ese linyera en mis sueños? –me pregunté entonces en voz alta.
- Jejé... –crepitó el bicho muerto entre las plantas de la ventana.
Nada más. No produjo otro sonido. Pero era tarde. La revelación estaba hecha. Me puse colorada mientras comprendía con retardo que me había asfixiado en un sueño erótico, basado en la rodilla de un linyera.
- ¡Jajajá..! –el bicho muerto creó un brisa espesa con su carcajada-: Si ese es el pudor que te afecta... –exclamó con desdén.
Empecé a odiarlo con ganas. Una segunda oleada de vergüenza me tiñó las orejas. Porque el erotismo del sueño era, verdaderamente, erotismo de cotolengo. Pero su risita seguía creciendo en mis oídos cada vez más burlona.
- Basta –le grité-. ¿Qué más querés?!
- Ajá –chilló divertido-: ¡Esa es una buena pregunta! Ni siquiera sabés de qué avergonzarte si no sabés qué es lo que yo quiero... Jejejé... qué encantadora... ¡Yo quiero lucidez, cabeza hueca! ¡Yo quiero desvergüenza! ¡Mucha desvergüenza!
Abrí los ojos perpleja. Suspiré.
- ¿Cómo se te ocurre preguntar qué hacía ese linyera en tus sueños? –rugió-. ¿Acaso pretendés matarme de la risa?
Por supuesto, al bicho muerto le importaban un cominos los linyeras mugrientos y los balanceos masturbatorios. El se burlaba, cruel y exclusivamente, de mi inteligencia.