- No hay que atacar a los gitanos...
Pero las matanzas seguían su propia rutina. En la caravana había caballos, carne salada, telas. En el desierto miseria y ninguna voluntad más que la de la tormenta seca.
Johnny se lanzó a correr agachado y zigzagueando entre las carretas:
- No se ataca a los gitanos... -repetía con la barba embarrada de sangre y arena, mientras cortaba a machetazos cuantas patas de caballos quedaban a su alcance.
De pronto las viejas levantaron sus polleras de colores y sacaron enormes escopetas de entre las piernas. Empezaron a disparar desde los carromatos. Un enjambre de niños mugrientos se atrincheró en el fondo. No apuntaban, pero eran docenas. Los gitanos viajaban armados hasta los dientes.
- Y son peligrosos... -repitió Johnny entre dientes, tumbado boca arriba bajo las ruedas de una carreta. Giró velozmente sobre su cuerpo, acertó en la garganta del conductor, y volvió a desaparecer bajo las ruedas. Se acarició un tajo en el cuello:
- Además traen mala suerte... -murmuró.
La confusión era completa. Johnny intentó guarecerse tras una carreta tumbada. Bajo la lona encontró a una parturienta. Sus gritos eran inaudibles en medio del tiroteo y la tormenta. Se inclinó asombrado sobre la mujer. Le puso una mano sobre la frente. La escuchó gritar y empujar de modo incontenible. Le cerró suavemente los párpados y le descerrajó un balazo en el ojo derecho.
Después se sentó en suelo, junto al cadáver, perplejo. Asistió al último tramo del parto que siguió su curso en silencio. Libre de esfuerzo y dolor, el trabajo le imprimía al cuerpo de la mujer una inquietud extraña. Al finalizar el Pistolero cortó el cordón con su navaja y observó al feto berreante sobre la arena sucia. Lo levantó con una curiosidad animal, como si no comprendiera del todo de qué se trataba esa excrecencia extraña.