Lo mejor de la piel es que no nos deja huir



















Ayer pasé media hora en un pasillo de hospital. Había tanto viento que parecía el Canal de Beagle.

Estuve ahí, con los brazos cruzados, acompañando en silencio a un desconocido furioso.

Rompió los vidrios de las ventanas, destrozó un par de puertas a patadas, vació los matafuegos. Gritaba amenazas de muerte con una voz dolorosa.

No pensé en nada más que en la distancia de los cuerpos. No permitir que se alejara de mi más de un par de metros; no acercarme a él más de un metro. Nada más.

Al fin aplastó la cara contra una columna. Con los ojos llenos de lágrimas, me miró por primera vez. Gracias, dijo. Asentí con la cabeza y me fui.

Más tarde me fumé un camel y me pregunté porqué alguien hace lo que yo acababa de hacer. La respuesta estaba preparada en mi espíritu como un palo de amasar: Porque no hay a donde huir.

Se me cayeron los pantalones de pura tristeza.

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