Ahora que lo pienso, toda obsesión tiene su origen y ya mi iniciación sexual tuvo un detalle curioso.

Mi Maestro era un hombre amargo. Tirado en la cama, entre un revolcón y otro, mientras yo fumaba, el Maestro hablaba. Me contaba historias extrañas sobre el sexo. Algunas absurdas, otras graciosas, otras obscenas.

No recuerdo muchas, pero todas las que recuerdo tienen un elemento en común: el desconcierto. En ocasiones hicimos verdaderas proezas de contorsionismo sin la menor intención erótica, solo por determinar si una historia era físicamente posible.

Recuerdo una en particular: Era un caso de necrofilia. Al Maestro lo asombró la defensa del pervertido, que alegaba tener un miembro inmenso. Demasiado grande para poder acoplarse. Las mujeres con las que lo había intentado habían huído horrorizadas, asegurándole que las mataría con ese artefacto. Y era por eso que solo hacía el amor con mujeres muertas.

Me lo quedé mirando. El se me quedó mirando. Al fin se encogió de hombros y dijo: "Qué sé yo...".

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