Tras un largo pestañeo abro los ojos y veo un luminoso vaso de leche. Me pongo en puntas de pie y apoyo la barbilla en la mesada de mármol. La mano de mi abuela hace girar la cucharita a toda velocidad dentro del vaso. El chocolate se mezcla parsimoniosamente. Cierro los ojos con deleite.

Vuelvo a abrir los ojos, como si acabara de despertarme, frente al remolino de la leche en el vaso. Es otro vaso, claro. Suspiro con nostalgia y vuelvo a girar la cucharita. A mi lado una niña espera hambrienta su chocolatada, pero yo me demoro. Me demoro todo lo que puedo.

Tengo la impresión de que después del próximo pestañeo la leche seguirá girando, pero habrá otra mano revolviendo la cucharita. Yo habré desaparecido sin dejar rastros.

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