Recientemente, durante un viaje, me tocó desvelarme oyendo las actividades nocturnas de los anfitriones en la habitación contigüa. No había salida. Levantarme, prender luces, buscar ropa, etc. estaba descartado. Así que decidí tomármelo con humor y ver si aprendía algo.

No eran ruidosos, pero la pared parecía de papel. Se oía con claridad hasta el movimiento de las sábanas. Todo se desarrollaba con una normalidad bastante tediosa, hasta que algo me llamó la atención. La voz del hombre empezó a susurrar, quebrándose: "Dios mío, cómo me deseas!". La madera de la cama empezó a gemir más enérgicamente: "Qué ganas que me tenés... ah... ah... sí... me tenés muchas ganas".

Me tuve que zampar la almohada en la boca para no reírme. El tipo no paraba de repetir: "Ah-ah-ah... cuántas ganas tenés... tenés muchas más ganas que yo, te lo aseguro... gggh... ay, dios... sí, cuánto me deseas..." Poco a poco la risa se me fue deshaciendo en la boca. Nunca me escandalizaron las formas bizarras de calentarse, pero había algo en esa voz que, a medida que pasaban los minutos, se volvía sofocante, insoportable.

De pronto el sadomasoquismo, el bondange, o cualquier perversión me parecieron ingenuidades. Decidí que prefería pasar la noche pidiendo disculpas antes que escuchar esa voz. Prendí la luz, tumbé un jarrón con flores al piso y suspiré.

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