Estoy viajando demasiado ultimamente. He pasado noches y noches durmiendo en colectivos, abriendo los ojos desorientada en cada cruce de rutas. Por las mañanas tomo café en las terminales y no las veo. Me cuesta librarme de la soberana visión de la oscuridad detrás de las ventanillas empañadas.

Ayer, no sé en qué ciudad, me metí en un bar vacío con varias mesas de billar. Eran las nueve de la mañana. En el fondo del salón cinco señores mayores jugaban al poker y tomaban café. Yo me acordé de este puto blog del que debiera deshacerme con urgencia y comprendí que no es solo falta de tiempo lo que me aleja. Es sobre todo la primera persona.

La primera persona es demasiado fácil. Contemplar el propio ombligo como si se tratara de la octava maravilla del mundo es muy fácil. Y la exhibición pública de tan fascinante agujero es una tendencia muy natural.

La tercera persona, en cambio, es la posible dignidad de un texto. La tercera persona es sobria, elegante, dificil. Es la única persona que puede afirmar algo con cierta autoridad. Pero tiene el problemita de encontrar dónde esconderse uno mismo. Incluso amordazado y encerrado en el fondo del armario, el 'yo' sigue metiendo ruido, haciéndose notar, opinando sobre todo.

Es que para usar la tercera persona hay que tener una verdadera autoridad. ¿Quién soy yo, después de todo, para hablar de él?

- Yo soy el que puede desaparecer...

- Ah, caramba. Eso es autoridad.

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