Juana se sentó en la verja, con la vista perdida en los cables, respirando el aire limpio del exterior. La ambulancia lanzaba destellos junto al cordón de la vereda, pero todo parecía inmensamente sereno.
Así la encontró su hija. Miró las puertas abiertas de la casa, y se sentó en la verja a su lado:
- Hiciste bien, mamá. No podés seguir así...
Juntas respiraron en silencio por unos instantes.
Dentro se oyeron gritos y objetos que se estrellaban contra las paredes. Ellas se tomaron de las manos y miraron el cielo azul, el árbol de enfrente lleno de gorriones.
Los paramédicos salieron con la camilla vacía y se detuvieron ante la verja. Las dos mujeres elevaron los ojos encandilados.
- Hagan una consulta psiquiátrica.
Juana asintió vagamente con la cabeza.
- Ya nos dijeron que un hombre tiene derecho a morir en su casa en vez de en el hospital –dijo la hija.
La ambulancia se alejó vacía. Las mujeres, abrazadas, la siguieron con la vista. Los aullidos hacían vibrar la vereda:
- ¡Basura! ¡Traidora! Ni siquiera sos capaz de atender a tu hijo moribundo... ¡Vení! ¡Vení acá que te voy a llevar conmigo, vieja puta!

Presencié la siguiente escena. Una pareja de chaqueños cultos, como minimo profesionales, con las cabezas canosas juntas, anonadados frente al diccionario de la Real Academia. Tenían las mandíbulas caídas y los ojos como platos. El armatoste venía a confirmar sus más horribles sospechas:
- No, no hay caso. El verbo "llavear" NO EXISTE.
- ¿pero... y cómo...?
Largo silencio atónito. Suspiro:
- Y... Entonces, seguro que "candear" tampoco...
El silencio que siguió permitió oir con nitidez el sonido de un alma que cayó al piso y se arrastró. El muchachito que miraba televisión clavó la vista en las baldosas y regurguitó:
- ¿Sabés, Tía? Yo le candeé a tu bicleta... Pero me la robaron igual...

La sexta hora de la noche.

Las dos de la mañana. No sé si pasaré la noche. Cuando alguien se pone a declamar sobre la lealtad, uno sabe de inmediato que está a punto de empujarte por el balcón.

No corrí ni grité. La verdad que estoy harta de correr. Me puse a buscar un disco de Ed Motta que desapareció de la casa como si nunca hubiera existido. Fue en vano. Ya por el tercer whisky me conformé con un cuentito de Kafka, "La colonia penitenciaria". Ah... Kafka, el viejo Kafka, cargado de presagios indescifrables.

En la colonia penitenciaria tienen un aparato interesante para ejecutar a los condenados. Una rastra con agujas que recorren el cuerpo entero del infeliz inscribiendo en profundidad, con una caligrafía complejísima, el texto de la ley violada. La escritura lleva doce horas. Copio un párrafo con devoción:

"¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido empieza a comprender. La comprensión se inicia en torno a los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. No es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente le cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja al hoyo. La sentencia se ha cumplido."


Everybody knows that the boat is leaking
Everybody knows that the captain lied
Everybody got this broken feeling
Like their father or their dog just died

Esa cancioncita de Cohen es sobrecogedora por exacta.

Todo el mundo sabe demasiado. Y todo el mundo conoce esa sensación como de que tu padre o tu perro acaba de morir.

Más todavía. Todo el mundo sabe que la muerte del padre y la muerte del perro provocarán la misma vieja sensación de naufragio demasiado conocido.


"Oh, Señor, nosotros no somos de esos que se lavan con vino, agua, orina, vinagre, aceite, ron de laurel, leche, cognac y ácido bórico."
"Oh, Señor, nosotros somos los que nos lavamos con la sangre del Cordero."


El Rvd. Borde sufre. Afirma que su destino es permanecer en el agujero. Si está allí es porque se lo merece, y su agujero lo define: él ha de ser consustancial a su miseria.

Yo admiro el Dios que se esconde en sus lamentos. El que sabe lo que merecen sus criaturas e imparte justicia.

Mientras, yo me reduzco a las sentencias de un Dios de cortas miras, que no sabe una jota de justicia.

Mi Dios es lo más parecido a una cotorra que repite mecánicamente tres frases sin sentido. Y yo debo obedecer.