Cuadragésimotercero


La abuela Luisa se levantaba de la siesta a las cuatro. La veíamos pasar en pantuflas hacia la galería, con el matamoscas en la mano. Se sentaba en su mecedora y allí se pasaba toda la tarde, balanceándose en su lenta cacería.

Verla así hora tras hora te daba una pena que te ardía en la garganta.

Sin embargo cuando te acercabas la abuela Luisa daba otra impresión. Ella te recibía con una brillante sonrisa desdentada. Se mordía los labios entusiasmada señalandote las moscas muertas a su alrededor:
- ¡Cuarenta y dos! -decía eufórica, casi salvaje-: ¡Ya van cuarenta y dos!

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