García me despertaba una curiosidad morbosa. El hombre se aproximaba estrambóticamente a tenerlo todo. A modo de experimento, aproveché cada fin de semana para hacerle un pedido: clips, semillas de lechuga, barómetro, aguja curva de sutura, pintura al óleo. Le pedí tampones, a pesar de que su última mujer se había ido meses atrás. Un reóstato, un mapa de sudáfrica, agujas de tejer número 5, kerosene. Tenía todo.

Un día me mostró el artefacto que estaba construyendo en el garage. Quería potabilizar el agua por sus propios medios:
- Pero... ¿para qué? -pregunté.
- ¿Cómo para qué? Siempre hay que estar preparado para cualquier cosa.
- ¡Pero usted se está preparando para el fin del mundo! -exclamé.
Di por resuelto el enigma García. Era un superviviente. Los años pasaron y no pensé más en él, hasta esa noche.

Sonaron dos balazos del otro lado de la pared, en la casa de García. El silencio que siguió fue muy extraño, poblado de cosas raras, como si yo estuviera alucinando. Miré el techo. Vi dibujos y sombras que nunca había visto. Después escuché un llanto de mujer que también parecía una alucinación.

Cuando llegó la policía el mundo pareció volver a girar y salí a la vereda. La mujer seguía llorando. Me di cuenta, como si hubiera estado años en otro mundo, de que esta era como la sexta mujer que escuchaba llorar a través de la medianera. Nunca me preocupé. Todas duraban poco.

Desde la vereda vi con ojos nuevos, como viendo por primera vez, en qué se había convertido la casa de García. El jardín excavado, paredes a medio derrumbar, sombrías construcciones semi enterradas, alambres electrificados. Era un campo de guerra.

García, todo serenidad y templanza, explicaba a los policias que había sacrificado a Lula, la perra de su mujer. Era necesario. Se había vuelto desobediente y un animal desobediente es peligroso.

El viento movía la copa de los árboles y yo tuve un escalofrío. Me sentí desprotegida y engañada. García no era un sobreviviente que temía la destrucción. Era el destructor.

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